Somos demasiado propensos en este país a arrinconar a nuestros “héroes” en el paro cuando ya no les necesitamos y a apostar por los líderes de paja, ésos que de nada saben, pero de todo entienden.
Quienes se han puesto al frente de la gestión de esta tremenda crisis del Coronavirus, no han dejado de utilizar un discurso bélico y no han dudado en dejar de la lado las recomendaciones de los científicos para darle prioridad a los intereses partidistas de los políticos en un escenario en el que también se le ha dado un protagonismo excesivo a las fuerzas de seguridad del estado y al ejército. Como si este virus se pudiese combatir con bombas, con tanques o con esos aviones y submarinos defectuosos que no dejan de comprarle a EEUU con el dinero de todos, con ese mismo dinero que, durante tantos gobiernos de distintos colores políticos, han preferido no gastarse en algo tan necesario como nuestra sanidad pública.
Pero ellos insisten en hablar de guerra mientras dejan a nuestros “soldados a su suerte”,sin protecciones, extenuados, enfrentándose a jornadas maratonianas de trabajo, rodeados de muerte, apartados de sus familias, dando la cara por todos y por todo siempre. Mientras los generales siguen a lo suyo: mirando el panorama desde la distancia, desde sus confortables despachos y dando ruedas de prensa patéticas en las que todos los días repiten lo mismo: el mensaje políticamente correcto que sus asesores les han dictado.
¿Dónde se ha visto un ejército que pretenda mantener más generales que soldados? ¿Así pretenden ganar una guerra?
Saldremos de ésta, como de tantas otras. Pero no será por la gestión de estos “generaluchos” que se han puesto al frente, sino por la generosidad, el coraje, la lucha constante, el compromiso por el trabajo bien hecho y el sentido de la responsabilidad de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Desde el ama de casa que hace cola estoicamente, guardando la distancia de seguridad y protegiéndose con mascarilla, hasta el tendero que la atiende en el mercado, el barrendero del barrio, la farmacéutica que nos dispensa los medicamentos, el profesor que ha tenido que cambiar las aulas presenciales por las pantallas digitales, la cajera que nos cobra en el supermercado, la limpiadora que mantiene los espacios de trabajo de los demás desinfectados, el agricultor que no ha dejado de cultivar ni de recolectar para que no nos falten las verduras ni las frutas, el pescador, el carnicero, el granjero o el panadero que han trabajado más que nunca para que nadie eche en falta sus productos. Y, por supuesto, los sanitarios, que han tenido y tienen que seguir lidiando con esta epidemia en unas condiciones tan precarias que, como sociedad avanzada, deberían avergonzarnos a todos.
De la persona que dirige el ministerio de sanidad, lo mínimo que podríamos esperar es que hubiese estudiado medicina, para que, cuando salga a dar una rueda de prensa, al menos sepa de lo que habla. Pero en España, preferimos designar esos cargos a dedo y luego proveer a esos ministerios liderados por personajes de paja de un equipo de supuestos expertos que les asesoren, incrementando así el gasto público. ¿No sería más fácil que, en lugar de poner al frente de nuestros ministerios a personas inexpertas que lo único que han hecho en su vida anterior ha sido militar en un partido político, pusiéramos a verdaderos expertos en la materia que corresponda?
¿Un filósofo puede estar al frente de un ministerio como el de Sanidad en un momento tan especialmente complicado como éste?
Lo mismo nos pasa con todo. No sabemos distinguir lo que nos conviene de verdad de lo que les conviene a otros que nos convenga.
Cualquier payaso con ínfulas de parecer alguien, cualquier demagogo barato o cualquier oportunista sin escrúpulos tienen más futuro en este país nuestro que un ciudadano decente, responsable y comprometido a seguir guardándole fidelidad a sus principios. Porque, como bien decía Demócrates, “todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de burla”.
Foto hallada en Pexels
¿De qué les pueden servir a tantos buenos profesionales los aplausos que cada día a las 8 de la tarde se exhiben ante los balcones de todo el país, si a final de mes van a seguir percibiendo la misma miseria de salarios?
No son aplausos lo que necesitan, sino el compromiso de toda esa gente que ahora nos hemosdado cuenta de su valía de que, igual que podemos sincronizarnos para aplaudir, podemos hacerlo para exigirle a este gobierno y a cuantos le sucedan que la sanidad, la educación y cualquier otro servicio público esencial han de blindarse y hemos de retribuir a quienes los hacen posibles con más dignidad, con mucho más respeto y con mucha más justicia.
Basta ya de poner en manos privadas la gestión de lo que es de todos. Basta ya de comisiones por obtención de subcontratas que luego se traducen en más precariedad laboral, salarios de vergüenza y negligencias que acaban causando tantas muertes innecesarias.
Es evidente que, ante una pandemia de las características de este coronavirus, nadie podía suponer a principios de marzo lo que ocurriría con el paso de los días. Pero teníamos el ejemplo de China y de Italia. Sabíamos de la rápida propagación del virus y de las muchas muertes que estaba causando, pero aquí seguíamos insistiendo en que no sería más grave que una gripe y celebrando alegremente el 8 de marzo e indignándonos porque tantas empresas tecnológicas extranjeras anulaban día tras día su cita con el Mobile World Congress en Barcelona.
Menos de dos meses después, seguimos confinados en casa; hemos tenido que aprender a teletrabajara marchas forzadas (los privilegiados que hemos tenido esa oportunidad); hemos tenido que aprender a ir a comprar enfrentándonos a colas y a esperas interminables; resignarnos a no saludar con la efusividad de antes a nuestros familiares y amigos; acostumbrarnos a estar mucho más solos, a hablar con pantallas, a echar de menos el sol, la lluvia, el bullicio de la vida en las calles.
Un simple virus ha bastado para cambiarnos la vida. Nos ha robado el mes de abril, como cantaba Sabina, y nos va a dosificar este mayo y los meses siguientes en todos los sentidos.
Hablan de una crisis económica cuyas consecuencias aún van a ser más graves que la que empezó en 2008. Una crisis que estamos empezando a pagar todos de nuestro bolsillo. Muchas pequeñas empresas y autónomos se van quedar por el camino y, con ellas, sus empleados. Otras van a ver muy restringida su actividad y también lo acabarán pagando sus asalariados, que verán reducidas sus jornadas y recortadas sus retribuciones. La temporada turística de este año ya se da por perdida y muchos de los trabajadores del sector, cuyas condiciones habitualmente ya son demasiado precarias, este año aún lo van a tener más difícil.
Los índices de paro se están disparando vertiginosamente hasta alcanzar niveles que ningún país puede soportar sin asfixiarse por el camino, pero cada día seguimos saliendo a los balcones a aplaudir, como si el panorama que tenemos por delante fuese merecedor de esos aplausos.
El día que todo esto se empiece a normalizar un poco y podamos volver a intentar ser quienes éramos a primeros de marzo, ¿seguiremos pensando que los sanitarios o el personal de los supermercados son héroes? ¿O haremos lo de siempre: olvidarnos de ellos, porque ya no les necesitamos, ya no están de actualidad?
Nuestros principios, ¿también se nos pasan de moda?
Cerrar los ojos ante las evidencias más palpables nunca es una buena estrategia si lo que pretendemos es que las cosas que nos indignan empiecen, de una vez por todas, a cambiar.
No podemos permitir nunca más que, en un país que presume de tener la mejor sanidad del mundo, se nos mueran médicos, enfermeras, celadores o conductores de ambulancia contagiados por el virus por falta del material sanitario indispensable para garantizar su seguridad y la de todos. Si dejamos que se contagien nuestros salvadores por falta de previsión, por recortes presupuestarios o por las comisiones que se llevan los gerentes de hospitales por ahorrar en lo que ellos consideran no esencial, estaremos consintiendo que este sistema sanitario nuestro siga contagiándose de unas prácticas temerarias que siempre se traducen en demasiados muertos y en demasiada precariedad laboral.
Muchos de los héroes que se han dejado la piel y casi la vida en IFEMA durante esta crisis, vuelven a estar engrosando las listas de parados, porque ya no nos son necesarios. Como si nuestro sistema de salud pública, con listas de espera que van dejando regueros de fallecidos por el camino, pudiese permitirse el lujo de prescindir de personal médico.
Estamos llegando a un punto en que, en el ámbito público, se están copiando las malas prácticas que se dan tantas veces en el ámbito privado: estamos contratando a la carta. Por días o incluso por horas. Puramente para cubrir la necesidad del momento y luego, si te he visto, no me acuerdo.
En esas condiciones, ¿quién puede hacer planes de futuro en un país como éste o como cualquier otro que desprecie del mismo modo a sus profesionales, a su clase trabajadora?
Es indignante que cualquiera de los payasos, de los demagogos o de los oportunistas a los que hacíamos referencia al principio, tenga más estabilidad laboral que las personas que, con su esfuerzo, con su dignidad y con su compromiso de seguir adelante son las que, verdaderamente, levantan este país todos los días.
Esas personas no necesitan más aplausos. Lo que necesitan es que las acompañemos en la reclamación de sus derechos, que también son los nuestros. Que nos comprometamos todos a no permitir que se las siga ninguneando ni que se siga comerciando con su trabajo, ni con el nuestro.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749