Durante buena parte del siglo XX, los historiadores de la literatura se valieron de la expresión «generación literaria» para desentrañar la evolución de las ideas y las letras. Pero ¿qué es exactamente una generación? En este artículo intentaremos explicarlo.
I
Mucho se ha escrito sobre el concepto de generación literaria; sin embargo, estimo que aún quedan algunos puntos que aclarar. En principio, hay que decir que el método de las generaciones vino a llenar las lagunas que otros enfoques cimentados en demarcaciones temporales evidenciaron desde los inicios de la Historia Literaria. De hecho, los más apasionados defensores del método que aquí glosamos alegan que cualquier otra segmentación cronológica resultaría insatisfactoria, cuando no falaz.
A favor de este juicio debo decir que muchas de las antiguas subdivisiones de la Historia Literaria se basaron en circunstancias derivadas de la vida político-social de un país y, por consiguiente, cayeron fuera del ámbito de los puros hechos estéticos e intelectuales, y aquello hacia lo que en la actualidad tiende la crítica es precisamente a lo contrario, es decir, a reconocer la autonomía del fenómeno literario —sin dejar de lado, claro, el condicionamiento historicista—. Sucede, además, que los vínculos entre períodos históricos y personalidades literarias, en ocasiones, suelen ser poco convincentes. ¿Acaso tiene sentido separar a Lope y a Cervantes de Quevedo, Góngora y Calderón sólo por haber pertenecido a dos períodos monárquicos sucesivos, el de Felipe III y el de Felipe IV? Y, por lo mismo, ¿es razón suficiente agrupar a Carlyle y Dickens con Walter Pater y Oscar Wilde sólo porque vivieron bajo la regencia victoriana?
Todo indica que los hitos divisorios de la historia de las letras no deberían estar supeditados a contextos tan manifiestamente extraliterarios. Frente a esta evidencia al parecer inobjetable, el método de las generaciones se impone como la alternativa más sensata.
II
En cierto modo, podría decirse que la idea de generación comienza con la Biblia, pues el Génesis, primer libro del Antiguo Testamento, establece la filiación de los descendientes de Adán. No obstante, es en Grecia, con Heródoto, cuando se menciona este concepto por primera vez. Al señalar el sistema utilizado por los sacerdotes egipcios para registrar el paso del tiempo, Heródoto indica que «trescientas generaciones en línea directa representaban diez mil años»[1]. Con esta precisión, el historiador anticipa una de las medidas que seguirá más o menos vigente hasta nuestros días: la duración plena de cada generación en treinta y tres años. En el siglo XV, Fernán Pérez de Guzmán publica Generaciones y semblanzas, recopilación de semblanzas al estilo de Plutarco. Mucho después, Cournot extiende la duración «heredotiana» a treinta y tres años, duración que Mentré más tarde ratifica. Con todo, y más allá de la ilustre nómina de intelectuales que la anticiparon, la idea de generación, tal como hoy la entendemos, sólo aparece en el último tercio del siglo XIX de la mano de Wilhelm Dilthey, y ya dentro del siglo XX con José Ortega y Gasset.
Dilthey, en su ensayo sobre Novalis (que data de 1866), incluido en Vida y poesía, adelanta lo siguiente: «La obra filosófica y literaria de un hombre está parcialmente determinada, en su contenido y en su estilo, por la generación a que ese hombre pertenece»[2]. Pero ¿quiénes forman una generación? Esto es lo que responde: «Un estrecho círculo de individuos que mediante su dependencia de los mismos grandes hechos y cambios que se presentaron en la época de su receptividad, forman un todo homogéneo, a pesar de la diversidad de otros factores»[3]. Y enseguida precisa: «Quienes durante los años receptivos experimentaron juntos las mismas influencias rectoras constituyen una generación»[4]. Como podemos advertir, el filósofo germano le otorga a la generación un valor relativo, es decir, considera que sólo en parte el contenido y el estilo de una obra pueden determinarse por aquélla; sugiere, además, que la generación es un compromiso entre la arbitrariedad creadora y las condiciones históricas que la limitan, y señala, a su vez, que el lazo fundamental entre quienes componen una generación está determinado no sólo por los aportes de sus protagonistas, sino también por las influencias que éstos recibieron en la época de su aparición o formación.
Muy distinto al tono cauteloso de Dilthey es el que encontramos en dos libros de Ortega: El tema de nuestro tiempo (un curso de 1920 publicado en 1923) y En torno a Galileo (curso de 1933, pero publicado recién en 1945). En el primero, Ortega define de este modo la idea de generación: «Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada»[5]. Y agrega: «Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos que les prestan una fisonomía común, diferenciándolos de la generación anterior. Dentro de ese marco de identidad, pueden ser los individuos del más diverso temple»[6].
Si les prestamos la debida atención a estas teorías, notaremos la amplitud que la idea de generación adquiere en Ortega y, por consiguiente, el valor absoluto que le asigna a este método. El mismo Ortega ha llegado incluso a decir: «No se puede intentar saber de verdad lo que pasó en tal o cual fecha si no se averigua antes a qué generación le pasó»[7].
Otra contribución esclarecedora del pensador madrileño es la diferencia que esboza entre contemporáneos y coetáneos. Dice al respecto: «Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera —en el mismo mundo—, pero contribuimos a formarlo de modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos; los contemporáneos no son coetáneos»[8]. Y luego aclara: «Contemporáneos son los que viven en el mismo tiempo físico; coetáneos, en la misma edad espiritual»[9]. Por lo tanto, sólo «el conjunto de los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia es una generación. El concepto de generación no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital»[10].
III
Como bien sabemos, la existencia de generaciones literarias es a todas luces comprobable. Sin embargo, para que una generación tenga fisonomía definida, es necesario mucho más que una simple coincidencia cronológica entre sus miembros. No todas las agrupaciones que surgen cada treinta o treinta y tres años son, en puridad, generaciones históricas, pues hay generaciones vacías, apenas si nominales. El ritmo histórico regular de la sucesión y articulación entre estamentos generacionales puede darse en épocas tranquilas, pero suele alterarse en épocas de crisis como las que se vivieron en la primera mitad del siglo XX. Así pues, muchos de los cortes transversales que hoy se hacen con la intención de aglutinar una serie de espíritus diversos en una determinada generación resultan un tanto artificiosos.
Una generación, entonces, supone una voluntad conjunta de renovación, pero una voluntad que de ninguna manera exige una unidad de estilo, sino, en todo caso, una unidad de espíritu. De no ser así, cualquier promoción de escritores o artistas a lo largo de la historia constituiría una generación, y lo cierto es que son muy pocas las que presentan señas de identidad más o menos definidas. Generaciones que cumplan estas condiciones bien pueden ser la del 98, la del 14 y la del 27, por nombrar sólo algunos ejemplos españoles.[11]
En definitiva, si las generaciones fueran tan sólo simples sucesiones, éstas se producirían de manera natural y espontánea, pero no es esto lo que ocurre comúnmente. Muchas de ellas, las que tenemos al fin por verdaderas, se destacan por su misión refundadora, lo que equivale a decir que poseen un fermento de disconformidad con respecto a la anterior, una desafiante actitud frente a lo viejo.
[1] Heródoto. Los nueve libros de la Historia, Barcelona, Iberia, 1983.
[2] Wilhelm Dilthey. Vida y poesía, México, Fondo Cultura Económica, 1978.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] José Ortega y Gasset. El tema de nuestro tiempo, Madrid, Alianza, 2006
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd.
[10] Ibíd.
[11] La Generación del 98, pese a haber estado constituida por personalidades tan disímiles como la de Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Machado y Azorín, tenía un horizonte espiritual bien definido. Lo mismo ocurre con la generación de Ortega, Miró y Pérez de Ayala, y con la de Salinas, Guillén, Alberti, Lorca y Aleixandre.
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