Fueron de oscuro, taimados, escondidos en los decretos y la inconstitucionalidad de un canciller amigo. Simularon funcionario a un coronilla con capelo e inscribieron, por treinta denarios de plata, un patrimonio de la humanidad como “cosa” suya.
Ellos se limitaban a “poner la mano”. Y el erario público lo sufragaba todo. Reformas, mantenimiento, nuevas instalaciones, ellos solo a “cobrar” como donativo el filón de visitantes a uno de los monumentos más visitados del planeta.
Un infausto día, se pierden unas vigas del artesonado, aparecen en una casa de subastas británica, y cuando se les piden responsabilidades por el desfalco de la noble madera, dicen que “las dé el propietario”, que para lances así no son ellos. Ellos sólo son propietarios para cobrar y camuflar el impuesto.
Otro día no menos infausto, en una escalada de iniquidad, deciden cambiarle el nombre a la cosa. Llevaba mil doscientos años llamándose de una forma. Todo el mundo del mundo mundial la conocía por ese nombre. Pero en una transmigración de integrismo, entienden la parte por el todo, el rábano por las hojas y le cambian el nombre, pasando a llamar al monumento como algo relativo a su sacra defecación neuronal.
Personas moderadas, centristas de derechas, funcionarios de alto nivel, ex presidentes de la cosa cultural del mundo, advierten del peligro: el título se concedió por unos valores, por una forma de entender la convivencia y no por que los escarabajos cantaran dómines en latín.
En su ciega boniatez se inventan conspiraciones del islamismo mundial –antes, en su “chalaura” fueron afanes de convertir a medio mundo a la homosexualidad- , viven en el humo, en la nostalgia de la cremación y el auto de fe, y, a bordo de la estupidez suprema, se dirigen a no se saben dónde.
Acusan a los demás de intentar un expolio, una expropiación, cuando son ellos los usurpadores natos, lo que con alevosía y beato sigilo han robado a todo un pueblo y a todo una ciudad. Pero están acostumbrados a reescribir la historia, y, siempre aparecen como víctimas. Han pasado siglos, pero, en ocasiones, aun llega el olor de la carne chamuscada en las isletas del puente del cercano río donde quemaron con saña y fanatismo a miles de personas por un quítame allá una coma en la pureza del dogma. Pero, las “víctimas” son ellos.
Mueven a portadas a sus órganos de sinrazón, a sus lameculos oficiales, ataviados de periodistas, pero el peso de la ficción se quiebra.
Su único horizonte, habitando en la más feroz de las mentiras, parece, de nuevo, la hoguera, la pira, pero en su altanera destemplanza, sin lugar, y sin término, corren el implacable riesgo de salir ardiendo. De pura “chalaura”.
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