Revista Ciencia

Aquellos para los que no hay lágrimas que derramar

Publicado el 24 abril 2015 por Rafael García Del Valle @erraticario
Aquellos para los que no hay lágrimas que derramar

La princesa está triste..., ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro.
Está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.
El jardín puebla el triunfo de los pavos reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y, vestido de rojo, piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.

La vaga ilusión se llama Primer Mundo, donde se prohíbe todo aquello que perturbe la calma y bienestar de sus ciudadanos. Por prohibir, se prohíbe hasta la muerte. Y sin embargo, cuántos son los rostros vejados del resto del planeta, capturados por decenas de fotógrafos y exhibidos por decenas de miles de medios de comunicación para mostrar el horror del mundo.

El horror del mundo. A saber dónde está el mundo, pues Estados Unidos y Europa -y alguno más, pero pilla demasiado lejos- ya no son el mundo. Forman Seaville, la ciudad-decorado donde se realiza El show de Truman, dentro de su esfera estanca, donde las muertes violentas entre la clase media suponen, al contrario que en el resto del planeta, una tragedia por la que miles de millones de personas han de arrodillarse y orar. Orar y sentir. Sentir y llorar. Sobre todo llorar.

En el resto del planeta y entre clases bajas, es cosa normal la muerte innecesaria. En Seaville, no; se rompe la rutina, el movimiento diario y sistemático que ninguna hambruna o guerra por el petróleo, ni siquiera por la savia de la amapola, han conseguido jamás quebrar.

En la sociedad consumista tardo-capitalista, como le gusta llamarla a Slavoj Žižek, lo cotidiano es una ficción de la que se ha expulsado todo lo que perturba el bienestar. La vida adquiere la consistencia de un fraude en el que los ciudadanos se comportan como actores que interpretan los guiones creados por los anuncios de televisión.

La ficción se vive como realidad. Y lo Real se almacena como ficción.

Los elementos desagradables se empaquetan en películas con etiqueta hollywoodiense: catástrofes, violencia, corrupción, vicios. Al mismo tiempo, los horrores del Tercer Mundo son imágenes proyectadas por la televisión que no conectan con la realidad cercana. Lo macabro se concibe como ingrediente de lo fantástico o de lo muy lejano, pero nunca de lo cotidiano.

De esta forma, cuando lo Real desgarra, tarde o temprano siempre lo hace, el velo de la ficción en que la sociedad de consumo ha convertido su "realidad", el espacio simbólico que determina su experiencia, se produce el shock ante "lo imposible". El llanto ante "tanta injusticia y maldad".

El corazón de las tinieblas no está subiendo cientos de millas el río Congo. El capitán Willard de Apocalypsis Now no tiene que adentrarse en lo más profundo de Vietnam para encontrar a un coronel Kurtz enloquecido por la vida desnuda. Son sólo metáforas que el ciudadano del Primer Mundo ha creído, ha querido creer, localizaciones reales en su engaño autoinfligido para espantar el terror lejos de su no-vida. Las tinieblas están a cada paso dado en cualquier metro cuadrado donde haya un ser humano, por muchas luces de navidad que se cuelguen para recrear la fantasía.

Žižek lo llama el "efecto de lo irreal": lo Real mismo, para poder ser soportado, tiene que ser percibido como un espectro irreal de pesadilla.

El Primer Mundo ha tenido éxito en erradicar lo Real de su territorio. Por eso, las decenas de víctimas de una tragedia, ya sea en avión, en colegio o terremoto hacen llorar lo que no consiguen cerca de 30.000 criaturas ajenas al Primer Mundo cada día.

Alrededor de 29.000 niños y niñas menores de cinco años- 21 por minuto- mueren todos los días, especialmente de causas que se podrían evitar.

Más de un 70% de los casi 11 millones de muertes infantiles que se producen todos los años se deben a seis causas: la diarrea, el paludismo, las infecciones neonatales, la neumonía, el parto prematuro o la falta de oxígeno al nacer.

Estas muertes se producen sobre todo en el mundo en desarrollo. Un niño de Etiopía tiene 30 veces más probabilidades de morir al cumplir cinco años que un niño de Europa occidental. Entre las muertes infantiles, en Asia meridional y central se producen las mayores cifras de muertes neonatales, mientras que en África subsahariana se registran las tasas más elevadas. Dos terceras partes de las muertes ocurren en solamente 10 países.

Y la mayoría se pueden evitar.

(Fuente: UNICEF)

Hay un error en el documento de UNICEF. No son causas evitables. No desde que el Primer Mundo jamás va a renunciar a su estilo de vida, porque esta es la vida que merece la pena, la no-vida, aquella donde el sabor de un filete y un buen vino directo al paladar convencen a Cypher para regresar a la simulación de Matrix.

Todas las grandes civilizaciones tuvieron esclavos para mantener el nivel de vida de los ciudadanos. Los ciudadanos no son otra cosa que humanos con derechos. El resto son esclavos. Siempre los hubo. Y siempre los habrá. Así que, obviamente, en esta época no existe la excepción. Lo único que pasa es que el deseo obsesivo hasta la obscenidad de una vida larga y placentera debilita la moral de cualquiera; es necesaria una alta dosis de cinismo para resistir en la ficción sin que se quiebren las conciencias.

Giorgio Agamben ha rescatado para la era de la globalización el concepto de homo sacer. En el derecho romano, esta era la figura de quienes no constaban como ciudadanos dentro de la ley y, por tanto, cuyas vidas no tenían valor alguno, pudiendo ser asesinados sin que ello constituyera motivo de delito. Pero, ojo, no podían ser sacrificados, pues no eran dignos de los dioses.

En esta era, el homo sacer es el ser humano expulsado de su contexto social y cultural, convertido en un objeto desechable. Se le puede eliminar, física o mentalmente, sin que ello suponga una causa punible. Para Žižek, el homo sacer actual se identifica con cualquiera que sea el objetivo de la ayuda humanitaria: "aquel que habiendo sido privado de su humanidad plena es cuidado de una manera paternalista". Desde familias desnutridas del Tercer Mundo hasta viudas desahuciadas por impago en Grecia o España.

El homo sacer de esta era tampoco es digno de ser sacrificado al viejo dios rescatado por el capitalismo, el todopoderoso Moloch, que sólo acepta las vidas de aquellos que, en su capacidad de consumo, pueden entregarse al Sistema en completo estado de fe hipnótica.

Dice Agamben que el punto de partida con respecto a los derechos humanos es el punto cero. Todos estamos excluidos hasta que, por razones de política, se nos conceden derechos como un gesto secundario conveniente a determinadas consideraciones estratégicas. No cree en la posibilidad de renegociar el estado del homo sacer, permitiendo que pueda llegar a ser un ciudadano. Al contrario, la democracia es una máscara que oculta el hecho de que todos somos homo sacer. Formamos parte del mundo administrado de que hablan Adorno y Foucault, donde el único sentido del ser humano es su utilidad como objeto del desarrollo.

Las temáticas de los derechos humanos, la democracia, la regulación y la ley, y otras semejantes, son reducidas, en último término, a la máscara engañosa de los mecanismos disciplinarios del "biopoder", cuya máxima expresión son los campos de concentración del siglo XX.

(Žižek, Bienvenidos al desierto de lo Real)

En Europa, estamos reconociendo por fin que nuestros derechos democráticos no eran sino esas máscaras tras las que se esconden mecanismos disciplinarios. Sólo una economía próspera garantiza nuestros derechos, de modo que hay que renunciar a ellos para levantar la economía. Si lo primero que se sacrifica es aquello por lo que se lucha, la lucha no tiene sentido, al menos no el que se quiere soñar por no poder hacer frente a la realidad.

Y ello es así porque el ser humano ha sido sustituido por el homo economicus en la más perfecta metonimia que ninguna obra de ficción lograra imaginar nunca, genialidad creada por John Stuart Mill: "el hombre como un ser que, inevitablemente, hace aquello con lo cual puede obtener la mayor cantidad de cosas necesarias, comodidades y lujos, con la menor cantidad de trabajo y abnegación física con las que éstas se pueden obtener".

La muerte fuera de la esfera de cristal es, por tanto, inevitable. No es motivo de lágrimas, sino condición indispensable. La poca humanidad que le queda al homo economicus se justifica en expresiones de lo que se denomina "deseo imposible". Puesto que no se puede cumplir, no hay peligro en desearlo. Su única razón de ser es calmar conciencias.

Un ejemplo muy significativo de ello, ofrecido por Žižek en el libro citado, es la amenaza que, en 1994, Cuba emitió a Estados Unidos advirtiendo de que, si no cesaban las incitaciones a la deserción, el gobierno de Castro daría libertad a sus ciudadanos para emigrar. La llegada de miles de balseros, días después, puso en un aprieto los deseos de Estados Unidos, que se vio obligado a tomar medidas especiales para impedir la entrada de tantos indeseados.

Puesto que es un deseo imposible, ningún país fuera del palacio de cristal de nuestra princesa podrá abrazar jamás la vida que los corazones satisfechos les desean en sus oraciones neopaganas frente al televisor. Si tuvieran semejante privilegio, no habría posibilidad de cambiar de móvil cada tres meses, porque no habría esclavos para extraer el coltán en el corazón de las tinieblas; tampoco se podría ir de compras, pues la subida de precios le resultaría indignante a los amantes de los escaparates cuando la mano de obra infantil fuese suprimida; y los empresarios, esos a los que en Navidades se les otorgan premios y regalan titulares de periódico por sus obras millonarias de caridad, se molestarían bastante si tuvieran que traerse sus fábricas de vuelta al Primer Mundo, sin mano de obra esclava. El disfraz de defender los derechos humanos esconde lo que única y verdaderamente se defiende: el bienestar occidental.

Y, ya que la la HBO tiene publicidad gratuita por gracia de los nuevos revolucionarios, seamos también solidarios y usemos sus personajes como ejemplo, que es una cosa que siempre alivia el exceso textual. Boardwalk Empire es una serie que desarrolla en la Atlantic City de los felices años 20, cuando comenzaron a prosperar los gangsters y la sociedad encontró gusto en el desarrollo de la frivolidad. Una de las protagonistas es una joven viuda irlandesa, Margaret Schroeder, que encuentra la ayuda de Nucky Thompson, el tesorero del condado y el director del cotarro mafioso de la ciudad. Margaret se convierte en su amante y finalmente en su esposa, dándole así un futuro a sus dos hijos pequeños. Sin embargo, hay veces que le cuesta mantenerse ignorante del origen de su fortuna. Nucky extorsiona y asesina, pero ella "no sabe nada", sus hijos son felices y su marido es bueno con ellos. Se dedica a la filantropía, organiza actos de caridad y realiza suculentas donaciones a la Iglesia. Así logra no perder la sonrisa.

Para que la ciudadana Margaret sea feliz, es inevitable que la extorsión funcione, y ello requiere asesinatos que es mejor no conocer y negocios por los que es mejor no preguntar a su buen y amante marido, confiando en su labor de gobierno por el bien de sus allegados.

Pero Margaret y Nucky tienen corazón. Cuando su hijita contrae la polio, lloran mucho. Y media ciudad con ellos.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!
Está presa en sus oros, está presa en sus tules
en la jaula de mármol del palacio real;
el palacio soberbio que vigilan los guardas,
que custodian cien negros con sus cien alabardas,
un lebrel que no duerme y un dragón colosal.

Más allá, es estúpido llorar por los esclavos. Sin su condena, no hay palacio.


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