Habitualmente, cuando viajo en el tubo, suelo perder la noción del tiempo observando a los viajeros que están frente a mí. Antes, cuando la costumbre de estar constantemente mirando el móvil aún no se había generalizado, no me era tan sencillo fijarme en la expresión de los rostros y en la forma de los cuerpos de mis ocasionales compañeros de viaje. Ahora todo es más sencillo: nadie mira a su alrededor, todos están sumergidos en el wasap no vaya a ser que algún amigo o conocido haya reaccionado a lo que sea y él o ella se lo hayan perdido.
El domingo pasado tomé el metro a la hora de mi rutina dominical, o sea, a las 12,30 de la noche. Ese día de la semana cerramos el restaurante antes e incluso hay temporadas en las que sólo servimos comidas y nos saltamos la cena por ausencia de clientes. Pero no, ese 13 de febrero había habido cierto jaleo desde las ocho de la tarde, quizás la horterada de ser la víspera del día de los enamorados tuviera algo que ver, seguramente. El caso es que volviendo en la 7 a mi casa no pude por menos que fijarme en ella. Era monilla, fina de facciones, con unos ojos que, pese al cansancio de la hora –ya digo, casi la 1 de la madrugada-, me atraparon desde la primera mirada. ¿Era ella quien me miraba o yo quien le había lanzado el señuelo? Ahora mismo no sabría decirlo. Seducir o ser seducido es algo difícil de discernir; ambos movimientos emocionan igualmente.
A la altura de Canal ella se levantó y buscó la puerta del vagón, aún cerrada al estar el convoy todavía en movimiento. Era alta, con unas piernas increíbles que surgían de unas bastas botas de recluta y se perdían en el interior de una falda tableada. Esperando la apertura de puertas me lanzó un último vistazo como si simplemente comprobase no haber olvidado nada sobre el lugar en que había estado sentada. «No está mirando el asiento, me está mirando a mí», me dije mientras con sutileza crucé mis ojos glaucos con los suyos, también verdosos. Ella pareció turbarse y sin más levantó la manilla que abría las correderas. Salió rápida y aunque la seguí con los ojos se me perdió en las escaleras mecánicas que buscaban la calle.
No la he vuelto a ver desde ese día, hace ya varias semanas. Sin embargo todos los domingos que servimos cenas y vuelvo a tomar la 7 a eso de las 12,30 de la noche me acuerdo de ella. Estoy convencido de que ella no se acordará de mí; es posible que ni siquiera reparase en que yo ese domingo, ya lejano, la observé con interés. Puede que sí, puede que no, eso nunca se sabe. Hoy es domingo de nuevo, son ya la una de la madrugada y como siempre vuelvo a casa tras un duro día de trabajo. No me tengo casi en pie, estoy muerto, las varices se me hinchan tras estar tantas horas levantado recorriendo el salón hacia arriba y hacia abajo tomando las comandas y llevando los servicios. En este estado de conmiseración me encontraba cuando girando levemente la cabeza vi unos ojos verdes que me miraban con interés, transmitiendo al resto de la cara una alegre expresión. Era ella. ¿No se bajaba aquí, en Canal? ¿O es que acaso había entrado en el vagón sin yo haberme percatado? ¿A dónde se dirigiría? ¿En qué trabajaría?
—Perdona —me dijo al ver que yo le sostenía la mirada—, creo conocerte. ¿Vives en Tres Encinas?
—¿Cómo? ¿Que si vivo en Tres Encinas? —respondí algo azorado—. No, pero sí que viví allí durante un tiempo. Ahora he cambiado las encinas por los olivos —añadí, intentando tomar el mando de la conversación.
—Veo que estás hecho todo un conservacionista —la belleza de sus ojos, su viveza, me anegó por completo, apenas si yo podía mantener el tipo—; o sea que has cambiado las encinas por los olivos. Está bien eso pues ambos árboles son poco exigentes y piden poca agua para subsistir.
—Tú también me resultas conocida —no quería que la conversación se acabase, necesitaba mantener el hilo abierto; no sabía a donde quería llegar, pero sí lo que deseaba conseguir: quería cautivarla, seducirla, enamorarla, entusiasmarla… Había en ella algo que me llamaba, que me ataba, que me decía que no era la primera vez que nos veíamos, que me decía que habíamos hablado ya más veces, que nos conocíamos desde hacía tiempo, quizás desde hacía muchos años…
—No sé, quizás nos hayamos visto por ahí —me respondió risueña—, Madrid no es tan grande como parece. Por cierto, ¿tú, cómo te llamas?
—Sí, es fácil que nos hayamos visto por ahí. Yo recuerdo que te vi hace unas semanas en este mismo metro. Te bajaste en Canal. Ah, me llamo Yanay.
—Creo que me confundes con otra persona, no suelo tomar esta línea y menos un domingo a estas horas. Es más, en mis recorridos subterráneos Canal es un nudo de comunicaciones que suelo evitar siempre que puedo. El abigarramiento de gentes y medios de transporte me marean.
Y prosiguió diciendo:
—Qué gracia y qué curiosa coincidencia. Yo también me llamo Yanay
—¿Sabías que ‘Yanay’ quiere decir “respondón, el que responde”? —añadí sonriendo.
—O sea que en mi caso al declararte mi nombre —me dijo entre risas; una maravilla la suya, que me conquistó más que ninguna otra cosa— estoy señalándome como ‘respondona, parlanchina, la que nunca se calla…’.
En estas estábamos cuando la línea 7 llegó hasta su cabecera o final de trayecto, a Pitis. Ahí cabían dos opciones o seguir tonteando recíprocamente a lo Yanay o despedirnos y tomar cada uno el Cercanías o el Bus que nos correspondiese. La casualidad quiso —¿casualidad? Aún, transcurridos ya varios meses desde ello, me lo sigo preguntando— que los dos tomásemos en taquilla sin siquiera habérnoslo comunicado el mismo tren, el C-3a con destino Aranjuez. «Ahora va a resultar que ambos somos ribereños o que residimos en la ciudad de descanso de la Monarquía Hispánica», pensé.
—Veo que los dos viajamos en la misma dirección —le dije mirándola con emoción a los ojos. Ya no me paraba en barras. Yanay mujer me estaba conquistando, si es que no me había conquistado ya.
—Sí que es casualidad, tocayo —la risa parecía acompañar cuanto me decía. Diríase que ella sabía alguna cosa que yo ignoraba, algo que se me escapaba. Ya se sabe que los de sexo masculino (ahora se dice género gramaticalizando, objetualizando, una condición biológica) somos más bien torpes para ciertas cosas—. Cosas más extrañas veredes si persistieres, amigo Sancho —y su risa pasó ya a la condición de carcajada.
«¿Por qué ríe de esta manera? ¿Qué sabe ella, que yo desconozco por completo?» Mi cabeza iba a mil por hora intentando procesar datos y más datos a fin de llegar a alguna conclusión válida. Pero nada, en mí sólo había una certeza: me había enamorado. No sabía lo que era eso, pues la ebriedad anímica en la que me encontraba era totalmente novedosa para mí. Pero sí, eso debía de ser, me habría enamorado, no cabía otra explicación.
—Hay algo en ti —me atreví a decirle mientras el cercanías que nos alejaba de Madrid nos acercaba más y más a la villa del motín contra Godoy— que me atrae irresistiblemente, Yanay.
—Hay que tener mucho cuidado —respondió Yanay con presteza— para no caer en el engaño. A veces los afectos son puro reflejo del propio, como si del efecto rebote de una medicina se tratase.
—¿Qué dices, Yanay. No alcanzo a entenderte?
—Sí, ya veo —me interrumpió—. El amor alcanza a veces el grado de egoísmo. Antes de ahogarse cual Narcisos en las aguas que nos reflejan, conviene atar cabos, sacar conclusiones, meditar. Lanzarse sin más a la emoción, por muy grata que esta pueda parecer, no genera más que desilusión, desánimo.
—Reflexionas en general —le dije— o es una admonición que me estás lanzando, querida amiga.
—Tómatelo como quieras, Yanay —me respondió Yanay—. Tus ojos glaucos me han seducido, tu porte marcial, tu esbelta figura, tus palabras amables. Yo también temo perecer en las mismas aguas. Sé que a veces, cual Eco, me enamoro de mí misma.
—Te miro y me veo reflejado en ti, Yanay —aproximándome a ella miraba sus preciosos ojos verdes. Qué hermosa mirada, ¿era yo viéndome reflejado en un espejo o era otra persona?— ¿Eres tú quien me devuelve el amor con la vista?
—Yo no soy y sí soy Yanay, amigo ribereño —me lanzó con dulzura—. Yo soy tú, del derecho y del revés. Por eso muchos me llaman Eco, pero yo más bien diría que soy puro reflejo, un doble de quien me ve.
Todo esto pensaba cuando entré en el número dos de la Calle Príncipe de la Paz. En la oscuridad del zaguán de la vieja casona un espejo fijado en la pared me devolvió la imagen de… ¿de quién: Yanay, Eco, su doble, ella, yo…? Evidentemente de mí. Era yo el único paseante dentro de la inmensa sala desde la que se accedía a mi casa. Me sentí confuso, desdoblado. ¿Había desaparecido ella o es que jamás había existido? Pensé que quizás yo mismo era ella tal y como Yanay me había dicho en ese trayecto hasta Aranjuez. Lo que me confundía era no saber en qué punto del recorrido, en qué momento se había producido la duplicación en hombre y mujer para luego desaparecer. ¿Qué había quedado de esta copia? ¿Sólo un palíndromo?
«Mañana será otro día», me escuché decir en voz alta cuando apagué la luz del dormitorio para intentar dormir un poco. No sabía si lo vivido esa noche había sido cierto, real, irreal o simplemente el deseo de encontrar mi doble, una reproducción de mí mismo. Aunque, pensándolo mejor, quizás lo único que había ocurrido es que mi yo había crecido en falsedad, en hipocresía, y la vida más que con un doble egoísta me pagaba, como me merecía, con doblez, la misma en que llevaba instalado desde no sé ya cuánto tiempo.