Revista Talentos

Arboledas perdidas

Por Sergiodelmolino

Hacía tiempo que no se veía una buena trifulca intelectualoide. Esos barrillos parecían ya cosas del pasado, como el turrón del duro o la democracia, pero estos días se ha levantado una de las de buenas, de las de abofetearse con un guante y exigir reparaciones.

La liebre la levantó Benjamín Prado con un artículo en El País titulado Rafael Alberti: a la caza del poeta rojo. Era un desafío marrullero que exigía pronta respuesta, y este sábado, Andrés Trapiello ha entrado al trapiello (jo, jo, jo: festival del humor, señores. Hoy estoy fino).

Se queja Benjamín Prado:

La tarea de desprestigiarlo [a Alberti] parece haberse convertido en el deporte nacional, y da lo mismo abrir una novela, una biografía, un libro de poemas o un ensayo de algunos de nuestros autores más notables, para demostrarlo.

Entre las infamias vertidas sobre el poeta de la mar, cita:

Andrés Trapiello, que pese a su antipatía manifiesta por Alberti reconoce que este le ofreció su ayuda a Hernández para que pudiera salir de España en un avión de la República, aporta una foto del poeta gaditano, vestido de miliciano y dedicada al escritor ruso Ilya Erhemburg con la frase “la belle époque“, de la que saca la conclusión de que para Alberti la Guerra Civil fue una fiesta. ¿No parece mucho más sensato deducir que de lo que habla Alberti es de su juventud, 25 años después de haber sido tomada esa imagen?

Y responde Trapiello:

Justifica Prado tal dedicatoria afirmando que en realidad Alberti no está llamando belle époque a la Guerra Civil, sino a su juventud pasada, y su hipótesis podría pasar por razonable si no concurrieran otros cien testimonios que a Prado le conviene eludir, empezando por el de la mujer del poeta, María Teresa León, que también habló en sus memorias de “los mejores años de nuestra vida” al referirse a los de la guerra. Y la verdad es que, conociendo la vida que llevaron entonces, nadie lo pone en duda: jamás volverían a ser más requeridos, agasajados, fotografiados, celebrados. En todos estos años como lector de literatura de la Guerra Civil no he encontrado a nadie que hablara con esa frivolidad de la guerra, si exceptuamos, claro, a Hemingway, para quien esta, vista desde la retaguardia, fue, como sabemos, una especie de safari más o menos pintoresco en un país semiafricano.

Yo creo que Prado mea fuera de tiesto. Porque su principal tesis es que la inquina que se le profesa a Alberti viene motivada por su condición de comunista, cuando, hasta donde yo leo y entiendo, creo que viene motivada por su condición de imbécil, de ególatra y de fariseo.

¿Se puede ser imbécil, ególatra, fariseo y, a la vez, comunista? Sin duda.

¿Se puede ser imbécil, ególatra, fariseo y, a la vez, un poeta turbador y memorable? Por supuestísimo.

Hay que prestar atención a las críticas -es decir: leer lo que dicen y no lo que uno cree que dicen-, y a Alberti no se le reprocha su militancia política. En todo caso, se le reprocha el uso que hizo de ella. Se le reprochan sus ansias de figurar, su fascinación acrítica por el poder soviético, su obsesión por estar en la pomada y la impresión, tantas veces confirmada, de que para él la guerra era una juerga. Y sí, hay quien le reprocha también que, en parte como consecuencia de su inconsciencia y su megalomanía, algún personaje encontraran la muerte.

No hace falta que lo cuenten otros: el propio Alberti y su mujer, María Teresa León, se retrataron sin mucho pudor en sendos libros de memorias, La arboleda perdida (con varias versiones en vida del autor y refrito mil veces después por herederos y eruditos a la violeta) y Memoria de la melancolía. Leí ambos hace mucho tiempo, absolutamente ajeno a estas diatribas, y recuerdo, especialmente en el caso de Memoria de la melancolía, una incomodidad y una sorpresa constantes ante la frivolidad con la que se narraban los años de la guerra.

Soy capaz de evocar con torpeza dos pasajes del libro de María Teresa León. Uno cuenta un viaje en coche con Rafael, a finales del verano de 1936, por Talavera y otros pueblos de la provincia de Toledo. Su misión es levantar la moral de los milicianos que tienen que poner su pecho ante el avance de las tropas de Franco desde Extremadura -con los relatos de brutalidad extrema que les precedían, y que provoca el éxodo aterrado de los vecinos de los pueblos- y rescatar algunas piezas patrimoniales para llevarlas a Madrid. Recuerdo el tono del relato, impregnado de una épica demodé y panfletera, como de tebeo de aventuras. En el viaje se lo pasaron estupendamente.

El otro es un viaje a Moscú para participar en un sarao de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. El relato, esta vez, tiene un tono de asombro alelado por los oropeles del poder de la URSS e incluye un retrato de Nadejda Kropskaia, la viuda de Lenin, a la que todos sus biógrafos sin excepción han pintado como seca, inexpresiva, antipática e incapaz de exteriorizar ninguna emoción que no tuviera que ver con las tareas inmediatas de la lucha revolucionaria. Sin embargo, en el libro de María Teresa León aparece tierna, maternal, de sabiduría infinita, casi como una deidad celta o una vestal romana de indescriptible belleza.

Hay personajes complejos, con muchas capas y muchas caras, que no se agotan ni en un millón de miradas, que siempre tienen algo nuevo que ofrecer a quien se acerca a ellos. Alberti no es de esos: lo dejó todo a la vista. Lo que se ve es lo que hay. No creo que fuera siniestro ni malintencionado. Fue, simplemente, un hijo de su tiempo lo bastante vanidoso y lo bastante inmaduro como para aprovechar la retórica liberadora como excusa para vivir aventuras y emociones fuertes.

Y estaría bien que quienes son capaces de ver al personaje en esos términos puedan decirlo sin que se les acuse de facciosos o de atentar contra los ideales de la República.

En cualquier caso, estoy esperando la siguiente réplica a Prado, y la contrarréplica a Trapiello. Espero que esto traiga cola.


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