Avance: comienzo la revisión de la vieja web de Sesión discontinua con el que considero mi mejor texto de aquel primer año, la crónica del filme de Sylvain Chomet Bienvenidos a Belleville, consolidado con el tiempo como un cineasta original y atrevido que sigue marcando tendencias.
Si repaso el cine que vi durante 2003 destaca la dudosa selección de títulos infantiles que consolidaron mi objetivo de comentar todo lo que veía (fuera lo que fuera) y mi escaso criterio a la hora de elegir películas para mi hija (lo que fuera con tal de llevarla al cine): La gran aventura de Piglet, Sin-Chan. En busca de las bolas perdidas, Doraemon i l'imperi maia y Los Reyes magos. También queda para la historia la crónica de la tercera parte de la trilogía anillera, que me tenía (y me tiene) fascinado. Lo mejor de aquel año: La pelota vasca. La piel contra la piedra, el valiente documental de Julio Medem; El juego de Ripley, lección magistral de una veterana Liliana Cavani; el redescubrimiento de Buenos días de Yasuhiro Ozu y esta de Chomet, sin duda lo mejor de 2003 en Sesión discontinua.
Esta entrada introduce prometedores cambios respecto a las anteriores: para empezar es más breve (comenzaba a no obsesionarme con analizar todos los detalles del filme y limitarme a un repaso general que sirviera de iniciación, no de autopsia) y dejaba fluir --yo diría que por primera vez-- esa poética histórica bordwelliana a la que luego he tendido conscientemente, tal como lo demuestra el último párrafo.
Opción estética o improvisada decisión (Bienvenidos a Belleville)
Publicada el 15/09/2003(ver texto original)
Puede que lo que más llame la atención de Bienvenidos a Belleville (2003) no sea el clásico argumento de que es una película que --finalmente y como pocas-- emplea los dibujos animados para dirigirse al público adulto, sino que no tiene diálogo. No es una película muda, porque hay gemidos, interjecciones, murmullos y alguna que otra palabra suelta; la única banda hablada y medianamente comprensible es la de la televisión en diferentes momentos de la narración. Y probablemente sea de ahí, en una meditada opción estética o en una improvisada decisión, donde tenga su origen el primer encanto de la película, encanto que se convierte en auténtico interés gracias a la audacia del trazo y a la increíble historia, contada con meritorio pulso.
No recuerdo quién escribió una vez que en el cine somos capaces de seguir --y hasta de entusiasmarnos diría yo-- auténticas tonterías que puestas por escrito nos resultarían insufribles, inverosímiles o imposibles. La trama de Bienvenidos a Belleville no es que sea estúpida ni nada por el estilo, pero es descabellada, y aunque pueda entrar dentro de lo factible escapa a todo análisis o valoración: una anciana cruza el océano en una patín de playa para rescatar a su nieto (al que ha criado en ausencia de sus padres) tras ser secuestrado para oscuros fines por una banda de mafiosos durante la celebración del Tour de Francia, una prueba para cual abuela y nieto se habían preparado durante años con esmero y dedicación plenas. Una vez en Belleville (la ciudad imaginaria adonde su nieto es enviado) la abuela es ayudada por tres viejas glorias del cabaret tan excéntricas como divertidas. Por este lado no hay nada más que decir: es una historia que contiene las suficientes dosis de fantasía e intriga como para que pueda ser seguida con interés creciente.
Después está la dirección de animación y el diseño gráfico, de las que se ocupa también Chomet además de la dirección, y que me parecen sencillamente espectaculares: desde la casa de la abuela, con su torre ligeramente desplazada de su eje para dejar paso al puente del ferrocarril y por cuya ventana --a ras de vía-- el perro del protagonista se encarga de ladrar a todos los trenes que pasan con pasmosa puntualidad, hasta el barco en el que el nieto ciclista es llevado a Belleville, pasando por las rampas casi verticales de su ciudad natal (por las que el protagonista entrena con su bicicleta), el ingenio mecánico-cinematográfico que permite entrecruzar apuestas a la mafia en ausencia de tecnología virtual (y de gallos de pelea), la ciudad de Belleville --inspirada quizá en la ciudad aérea del planeta Mongo de Flash Gordon, o al menos eso me evoca a mí-- con sus increíbles y abigarrados rascacielos, o el aspecto seriado, cómico y aladrillado de los esbirros mafiosos, de cuyas garras la abuela y las trillizas tratan de rescatar al nieto.
No soy un experto en cómic ni estoy al día de las técnicas y estilos que resultan desfasados o innovadores en Bienvenidos a Belleville respecto a otras producciones semejantes, pero desde el punto de vista de un novato he de decir que me ha encantado especialmente el cuidado del detalle, no sólo para hacer más intensa la narración sino para ofrecer la imagen de un universo fundamentalmente basado en la realidad pero que, exagerado y deformado hasta el infinito o el absurdo en algunos de sus aspectos, es capaz de resultar atractivo y conmovedor: la bicicleta en la fotografía de sus ausentes padres, probablemente la causa de la fijación del protagonista por este vehículo, o el ingenioso sistema de control de peso ideado por la abuela; aunque yo destacaría sobre todo los desopilantes menús de las trillizas, confeccionados exclusivamente a base de ranas.
Y para terminar regreso al principio: a pesar de todos estos elementos, lo más importante me parece que sigue siendo la capacidad de Chomet (que es también el guionista) para levantar toda la historia sin recurrir en absoluto a los diálogos. Existe una cierta literatura que apuesta por la descripción de forma casi exclusiva o unilateral, que siempre me ha parecido un recurso explotado hasta el límite debido al convencimiento del autor --y compartido por mí en todo caso-- de que la transcripción de diálogos en estilo directo anula todo el encanto en determinadas historias. Con la imagen cinematográfica sucede algo parecido: de vez en cuando hay cineastas que se topan de pronto con un material cuya fuerza radica precisamente en que no oímos hablar a los actores, en que el proceso de deducción de la trama llevado a cabo por el espectador es la clave para no hacer de la narración algo convencional o ridículo; como si la tozuda descripción de lo que hacen y piensan los personajes fuera la mejor estrategia para garantizar la abstracción o la ambigüedad de la historia (aparentemente, los valores supremos de todo guión cinematográfico que se precie). Otras veces esta ausencia de la palabra es un recurso sistemático que distingue a un cineasta, y aquí es donde se me antoja que Chomet se ha inspirado directamente en Jacques Tati y su personalísimo y afásico estilo narrativo --especialmente el de Playtime (1968) y Tráfico (1970)-- para componer una obra que pretende ser por lo menos igual de inclasificable o basar en ello la mayor parte de su encanto.