RENOVANDO LO ANTIGUO POR VETUSTO
Por Raúl W. Arteca
Dado que la identidad es derivada de la sustancia física, de lo histórico, del contexto, de lo real, en cierto modo no podemos imaginarnos que algo contemporáneo – hecho por nosotros- contribuya a ella. Pero el hecho de que el crecimiento humano sea exponencial implica que el pasado en un cierto punto se volverá demasiado “pequeño” para ser habitado y compartido por aquellos [que están] vivos. Nosotros mismos lo agotamos. Hasta tanto la historia encuentre su depósito en la arquitectura, inevitablemente las cantidades humanas actuales reventarán y reducirán la substancia previa. La identidad concebida como esta forma de compartir el pasado es una propuesta destinada al fracaso: no sólo hay – en un modelo estable de continua expansión de la población – proporcionalmente cada vez menos que compartir, sino que la historia también tiene una ingrata vida a medias – como se abusa más de ella, se vuelve menos significativa – al punto que sus derogatorios panfletos se tornan insultantes. Rem Koolhaas, La Ciudad Genérica.
Caminado por Plaza Rocha me encontré con esta imagen en obra. Reconozco haberme sorprendido. “Y no salí con mi galera”, pensé. Me deben estar observando como a un bicho raro.
La ciudad es acción, no contemplación, no está vacía. Y cuando no tiene aquello que la convierte en espacio de acción, no fomenta la interacción, es sólo espectáculo. Esta vacuidad construida por años de miedo individualista (en todas sus formas y expresiones), se paga con este tipo de apariciones que simulan sólo un aislado gesto, pero que puede llegar a estar destinado a la multiplicación. Como un virus.
¿Cuál es, en efecto, la esencia del espectáculo según Guy Debord? Es la exterioridad. El espectáculo es el reino de la visón y la visión es exterioridad, esto es, desposeimiento de sí. La enfermedad del hombre espectador se puede resumir en una breve fórmula: “cuanto más contempla, menos es” El espectador emancipado, Jacques Ranciere.
Es extraño que después de tanta controversia sobre qué inmuebles deberían tener protección, pueda llegar a hacerse esta “simulación parcial” de patrimonio histórico, eso sí, coronando las alturas máximas dadas por el código de planeamiento urbano. Todo en regla, por supuesto, como corresponde. Una mansarda a 30 metros de altura… entiendo que aquí uno se introduce en el delicado camino de la ética profesional y la obvia libertad que todos tenemos en plasmar un trabajo a entero albedrío. Me acuerdo una vez que concurrieron unos clientes muy jóvenes al estudio con la intención de hacerse una casa “colonial”. “¿Si les gustan las antigüedades, porqué no las compran hechas?” Y todo prosiguió sobre ruedas, obviamente, haciendo algo – creo – acorde a sus demandas y a estos tiempos, los de ellos que eran los nuestros también.
Ni siquiera estoy calificando – cuestión que por supuesto no me corresponde – el proyecto en sí mismo. Ante todo pues no lo conozco en su totalidad. Sólo señalo los resquicios que nos atañen a todos como caminantes, las cuestiones de la imagen urbana y el significado de su arquitectura. Especialmente si reaparecen estas sólo como maquillaje sobre formas, espacios y escalas urbanas que se asocian a las nuevas densidades y tamaños que necesita la ciudad futura. Entonces me preocupa qué sucedería si esto se torna en un modo de operar de aquí en más. Me acuerdo de los proyectos basados en formas urbanas arquetípicas, a veces recargadas en citas, de León Krier para la reconstrucción del Teerhof en Bremen hacia el año 1978. O sus estudios para la revisión de la manzana – o el block, como lo llamaba – del siglo XIX en la Europa histórica, repensando los espacios urbanos del ensanche Cerdá en Barcelona a través de un trabajo de análisis histórico, pero devuelto en recualificación crítica. Aquellos estudios intentaban devolver lo mejor de la historia de los espacios públicos a través de la forma urbana histórica – sus escalas, sus intersticios – en expresiones adaptadas a las demandas de una ciudad, la ciudad de siempre, en transformación. Aún así aquellos dibujos miraban hacia “adelante” y pensaban en el espacio urbano como el sitio de la reunión cívica bajo la presión creciente de las demandas de ocupación. No hay que olvidar que estamos ante la discusión de los años ’80, donde el revisionismo histórico (entremezclado con su apariencia) estaba en el auge máximo, y en donde coexistían estas expresiones reflexivas y analíticas – propositivas – con aquellas cosméticas “posmodernas”, carentes de innovación y crítica, y por tanto estáticas. Empalagosas y repugnantemente recargadas en muchos casos (los peores Graves, Tigerman, Gordon Smith, Jenks, Portoghesi, etc) Es el caso cuasi caricaturesco de Bofill en sus mega intervenciones francesas en Marne le Valee, por esos años. Treinta años atrás.
Allí están entonces nuestras discusiones locales disfrazadas en los números codificados del manual de planificación sobre el “tamaño de la ciudad”, como si bastase con la impronta para generar identidad, en caso que la hubiese. He aquí una expresión más contundente y negativa que equivocarse en la cantidad de pisos y alturas máximas de un código: si no discutimos qué ciudad se representa a sí misma como el lugar de los encuentros, la identidad reconfigurada en un historicismo ecléctico, extemporáneo, fuera de escala y absurdo, toma la posta y define. Se torna más importante discutir y fomentar programas plasmados en espacios para la interacción ciudadana, y articulados dentro del traje de un código moderno, que apostar a una cosmética perimida y nunca instalada del todo. Nuestra ciudad tampoco alcanzó a ser una sucursal de algún neo “estilo” francés del siglo XIX. Es más, La Plata en su gran período de redensificación en los años ’50 ha sido dominada por un racionalismo alemán – pragmático y extremadamente descarnado – , ausente de toda ornamentación. Aún así, recrearlo sería admitir que la posibilidad de futuro no existe.
Esta actitud maquilladora es pesimista sobre el porvenir. No se puede tener nostalgia de lo que no se ha vivido, menos si ni siquiera sabemos que vamos a recrear algo que La Plata quiso ser y no fue.
Esta recreación de la mansarda a diez pisos de altura, con columnas griegas (o símil, o en parte, qué se yo) por debajo, en una especie de ensalada de pastiche mezclada con alguna apuesta perdida, particularmente me duele en el conjunto de una ciudad que debe discutir cómo modernizarse. No cómo simular ser París. Ni el más recalcitrante de los preservacionistas per se estaría de acuerdo con que esta semilla pudiese llegar a convertirse en un bosque.
¿Qué sigue, la pirámide de Keops? En este contexto, no es tan descabellado.
Como pasa con las personas, cuando no nos interesa su esencia, vemos sólo la estética y la confundimos con un todo. Pero no una estética unida a un concepto, o en correspondencia con él. Ética y estética como un todo, dicen. En un magistral artículo de Rafael Iglesia sobre la “Torre Grandbourg” en Palermo (Felipe el hermoso se muda a Buenos Aires), parafrasea ácidamente y mejor que nadie sobre esta misma situación:
“…todos (los) procedimientos (son) lícitos a la hora de crear; pero, bailar con un cadáver es otra cosa, es necrofilia.”
Dicen que sobre calle 60 comenzó otro de características similares. ¿Polinización quizás, contagio viral? Quizás por eso estoy estornudando tanto.