El proceso de nacimiento del estado moderno (aquel estado que mediante la ley debería funcionar como garante de los derechos y las libertades individuales) trajo consigo un profundo debate dentro del seno de la filosofía. Hobbes, Locke y Rousseau fueron los tres grandes nombres –y las tres grandes posturas- destacados en dicho debate. Si bien, los tres pensadores compartían más bien pocos puntos en común en cuanto al contenido y a la función del contrato social, si que compartían un mismo esquema y un mismo punto de partida: el estado natural.
El estado natural era un estado -histórico para Hobbes y Locke e hipotético para Rousseau- previo a la constitución de la sociedad y la civilización jerarquizada por reglas y leyes. En este estado, el individuo, según la teoría a la que se atienda, puede ser “naturalmente” libre, totalmente feliz o vivir en un estado de paz perpetua. Pero si algo ha calado, si algo, dentro de este debate, ha trascendido a los estudiosos de la filosofía, ha sido la afirmación de Thomas Hobbes, al respecto de la condición del individuo en su estado natural, según la cual, el hombre es un lobo para el hombre.
Es decir, en un estado tal, sin leyes, normas y autoridades, en un estado caótico y libertario, no hay lugar para el hombre social y civilizado, pues éste actuaria guiado, básica y exclusivamente, por su instinto animal.
Existe, dentro de la filosofía y la literatura, varias obras que, de forma más o menos directa, abordan el tema del individuo en su estado natural y la posterior constitución social. Desde La república de Platón y Utopía de Thomas More, hasta Rebelión en la granja de George Orwell o El señor de las moscas de William Golding. Pero existe, también, una pequeña novela, algo desconocida con respecto a las mencionadas, que se merece, a todas luces y sin lugar a dudas, un puesto estelar dentro de este apartado. Esta obra no es otra que Arrancad las semillas, fusilad a los niños.
Arrancad las semillas, fusilad a los niños, primera novela de Kenzaburo Oé (único japonés galardonado, junto a Yasunari Kawabata, con el premio nobel de literatura), narra las desventuras de un grupo de adolescentes conflictivos que, durante la segunda guerra mundial, y al ser evacuados de su reformatorio, son llevados a un remoto pueblo, de difícil acceso y profundamente perdido entre las montañas, en el cual, poco después de su llegada, se extiende el rumor de la aparición de una epidemia que ya se ha llevado por delante a buena parte de los animales. Ante tal situación, los habitantes del pueblo –a los cuales se les ha encomendado el cuidado del grupo de niños- deciden abandonar el poblado y trasladarse al pueblo vecino.
Solos, abandonados e imposibilitados de huir –pues los habitantes del pueblo les han amenazado con la muerte si deciden abandonar el pueblo-, el grupo de niños se enfrentan al reto de la supervivencia -¿cómo sobrevivir a la epidemia? ¿De qué alimentarse?- y al de la convivencia. Es en este preciso momento, momento en el cual se hace evidente la ausencia de una sociedad, de una autoridad y de una jerarquía explícita y aceptada, el argumento de Arrancad las semillas, fusilad a los niños pierde protagonismo en favor de toda la capacidad simbólica y expresiva de aquello que es narrado.
El grupo de niños -un grupo homogéneo, impersonal, en el cual sus miembros no tienen nombre- constituye un elemento simbólico de una fuerza expresiva sublime. La condición de dicho grupo –conformado por adolecentes problemáticos y marginados de la sociedad- se retrotrae hasta un estado natural, de relaciones y libertades naturales. Y en contra de lo que sucede en El señor de las moscas de William Golding, en Arrancad las semillas, fusilad a los niños, la transubstanciación a este estado natural no desata el caos, la barbarie y la tiranía de los más fuertes, sino que los niños son capaces de convivir, organizarse y trabajar individualmente para el bien de todos. Por tanto, considerando que El señor de las moscas participa e, incluso, hace apología de la afirmación de Thomas Hobbes –el hombre es un lobo para el hombre-, la novela de Kenzaburo Oé se decanta por defender el mito del buen salvaje que, en oposición a un estado natural caracterizado, eminentemente, por el conflicto y la guerra perpetua, es considerado como un estado idílico –e hipotético, no histórico- en el cual, el individuo, guiado por el “amour de soi”, vive en completa y feliz libertad.
Pero como sucede con la propuesta filosófica de Rousseau, este estado de completa y feliz libertad es una narración ex – tática, sin tiempo ni lugar presente en la historia y que, por tanto, no puede tener continuidad más allá del mito. (No cabe olvidar que el propio Rousseau afirmó: Este estado natural es un estado que no existe ya, que acaso no ha existido nunca, que probablemente no existirá jamás).
En Arrancad las semillas, fusilad a los niños la ruptura con el hechizo, el resquebrajamiento del tiempo del mito y la caída en la historia se produce cuando, pasado unos días, los habitantes del pueblo deciden volver y, al retornar al poblado, observan, sorprendidos y horrorizados, cómo los niños han conseguido subsistir, pero, a su vez, se han apropiado de sus casas, han echado mano a sus cultivos y han incendiado el granero.
Con la llegada de los adultos, se restablece el orden, las normas y la autoridad de los unos sobre los otros. Se vuelve, por tanto, a un estado civilizado, en el cual, los adultos, según palabras del narrador/protagonista, son la encarnación de la fuerza y del poder. Una fuerza y un poder inmenso e infinitamente tirano, egoísta y nada comprensivo. Una fuerza y un poder que, representado por la figura del alcalde del pueblo, exclama:
¡No queréis confesar! ¿Os creéis que somos angelitos? ¡Podemos retorceros con una mano esos flacos gaznates, o mataros a palos!
Es decir, una autoridad, una sociedad, que parece salida del Leviatán de Hobbes. Capaz de amenazar, sobornar y extorsionar a los niños con tal de restablecer un hipotético orden civilizado. Es esta una autoridad que utiliza el poder, el miedo y el derecho, moralmente ilegitimo, del más fuerte para salvaguardarse e impedir que los niños cuenten lo sucedido. Y, como no puede ser de otra manera, los niños, los partícipes del mito, acaban sucumbiendo a dicha autoridad y aceptando, de nuevo, su papel de adolescentes delincuentes y marginados. Todos los niños sucumben menos uno. El narrador/protagonista, en un pasaje que le enfrenta al alcalde (el buen salvaje frente a la figura de autoridad), se niega rotundamente:
“No me voy a callar. Voy a contar todo lo que nos han hecho y todo lo que hemos visto. […] Voy a contar todo eso. ¿Por qué tendría que callarme?”
A lo que, de nuevo, el alcalde responde abogando por la fuerza, el miedo y la amenaza:
¡No me toques los cojones! ¿Quién te crees que eres? Los desgraciados como tú sois parásitos. Sois iguales que la mala hierba. Cuando crece, no sirve para nada. –Me agarró por el cuello hasta casi asfixiarme: él también se ahogaba a causa de la ira-. Y la mala hierba se arranca antes de que crezca y eche a perder la cosecha. Somos campesinos, y arrancamos la mala hierba en cuanto nace.
La novela termina con la revelación de una verdad horrorosamente fundamental: la inexistencia de libertad verdadera y completa dentro de la historia y la omnipresencia de una autoridad tirana y violenta. Pues, en palabras del narrador/protagonista, éste reconoce que:
Iban a liberarme de la prisión a la que me habían arrojado. Pero fuera seguiría estando igualmente encerrado. No podría escapar jamás. Tanto dentro como fuera, había puños duros y brazos brutales dispuestos a herirme y golpearme.
Más allá de su lectura simbólica, por muy rica y variada que esta pueda ser, Arrancad las semillas, fusilad a los niños es, sencilla y llanamente, gran literatura por aquello que contiene, por la forma que tiene de contarlo y por su capacidad de emocionar y desvelar.
Desde el titulo que, cual Haiku, despierta interés y va, lentamente, absorbiendo, como una esponja, pleno sentido y significancia, hasta ese estilo –estilo que recuerda, vagamente y con muchos peros, eso sí, a Cormac MacCarthy- sencillo, directo, nada alambicado, pero profundamente lírico y poético que adopta Kenzaburo Oé para narrar la historia (no se puede olvidar que el narrador es un joven adolescente, poco o nada formado y actor en primera persona de todos los acontecimientos), hace de Arrancad las semillas, fusilad a los niños una lectura ideal, sublimemente humana y horriblemente perfecta.
La perfección del relato de Kenzaburo Oé es tal que ni el hecho de que su lectura recuerde a aquellos cuentos infantiles descarada e inocentemente moralizadores o a aquellas fábulas populares cargadas de moralinas y buenas intenciones, hace que le reste ni un ápice al valor final de la obra. Pues, a pesar de que es innegable la existencia de dicho elemento, pocas veces un autor ha sido capaz de hacer algo tan bello partiendo del puro horror.