En el arte no hay escuelas de belleza por el estilo ni por la temática. Sin embargo, cuando al final del romanticismo ésta se confundió con el contenido figurativo y aquél con la forma expresiva, los artistas sin genio cayeron en la obsesión de ser modernos por la novedad introducida en uno solo de los componentes de la síntesis artística. La idea de identificar al arte con el estilo comenzó a caminar a mediados del XIX cuando Baudelaire tradujo la obra poética de Edgar Allan Poe y basó en el estilo literario la crítica al arte romántico.
La revalorización autónoma del estilo encontró una bandera excluyente de la claridad («lo que se concibe bien se expresa claramente y las palabras para decirlo llegan fácilmente») cuando Mallarmé, contradiciendo la prosodia de Baudelaire, subió la poesía a cumbres inaccesibles al entendimiento, con su poema «Un golpe de dados jamás abolirá el azar».
En su proyecto de Libro Absoluto, la palabra sería un número, la poesía una matemática y la edición un topografismo de letras. Una sola mayúscula en una página en blanco. La abstracción alumbrada en la «rue de Roma» no permitía que la música de Debussy empañara la pureza de «L’Apres-Midi d’un Faune». El impresionismo habría sido un caos cromático. Volviendo a Manet, Ingres y Delacroix, el gran Degas lo ordenaría. Pero sus bailarinas no eran, para Mallarmé, mujeres que danzaban porque no eran mujeres. Y a la muerte del poeta de la oscuridad, en septiembre del 98, Paul Valery devino el ejecutor testamentario de la modernidad de la demencia artística.
Desde entonces la antorcha del oscurantismo intelectual mediante el estilo, que no prendió en la literatura rusa ni escandinava, como tampoco en las formas artísticas iluminadas por dentro (Rilke, Proust, Kafka, Brecht, O’Neill, Faulkner, Modigliani, Picasso, Braque, Rodin, Moore), no ha cesado de cegar las fuentes naturales de la inspiración creadora en los artistas de la abstracción o del experimento.
La guerra fría impidió un debate sincero sobre la oscuridad del estilo. Pues la crítica a las formas ininteligibles del arte se hizo en nombre de la estúpida vulgaridad del realismo socialista y de la enajenación del hombre unidimensional en la sociedad de consumo de placeres elementales o espectaculares (música popular, cine, televisión, comic), que no hacen penetrar la inteligencia ni el refinamiento de los sentidos en los sentimientos.
Sin los pretextos que enmascararon la reflexión estética en las polémicas de Lukacs, Adorno y Barthes sobre el realismo, no se comprende por qué la sensibilidad europea sigue hoy sujeta a esas cadenas de impotencia que atan la expresión artística a materiales innobles y desconchones informes, creyendo oír en los ruidos de esos arrastres de servidumbre los acordes de una marcha triunfal hacia el progreso.
Superado el tiempo de noviciado, el arte de la modernidad ha entrado en el engranaje del mercado y no conoce otra ley que la de su cotización. De la sociedad, ya no enseña nada que el vulgo no sepa. De la belleza, huye como gato escaldado de las emociones nobles. De la liberación social, ha olvidado hasta la posibilidad de su sentido. De la originalidad, sólo conoce su apariencia formal. Y del realismo ha rechazado todo menos la subordinación de la sociedad y los individuos a la realidad del poder. La rebeldía inicial de los artistas no era más que el anuncio de su entrada con entusiasmo en la variedad de estilos informales de la resignación.
Para la humanidad, el realismo ha comportado siempre una dimensión física y otra moral. Apegados los estilos modernos a la representación simbólica de la materia física, el camino de la novedad tenía que llevar, sin hitos de referencia a modos de vida social o personal, al abandono de toda dimensión ética, al estilo estético de la resignación.