Revista Cultura y Ocio

Arte por Eddy Roos. Texto de Daniela Núñez Rosas

Publicado el 03 julio 2014 por Javier Flores Letelier

Eddy Roos

Bordado

Sentada en la banca de la plazoleta tejo los jirones con las palabras de antiguos difuntos. Allí, en el kiosco donde juegan ajedrez los últimos ancianos que resisten el invierno a ella se le cae la cara a pedazos, pero nadie la ve. Se cae la enfermedad incrustada en los basureros de la ciudad. Pero nadie la ve, sólo se siente el olor a orujo podrido allá, a fermentación, a un cementerio de palomas citadinas que se llevaron el secreto de las estatuas a la tumba. Tejo los jirones con hilo de bulto, con hilo de vagabundo, con palabras en crisis que roban la biografía de los hombres. Pero hace frío. Ha muerto la reina en la mesa de las rugosas manos que intercambian un puchito. Allá viene la Rosita, la misia como le dicen los más íntimos. Pero ella es de otra laya, se pasea de fantasma porque murió en 1987 cuando la alegría prometía venir con una ancha sonrisa. La misia se pasea y de vez en cuando espanta a algún curadito que la mira de reojo, le dejan cigarrillos Belmont y latas de cerveza Escudo para que no se enoje, su animita es un pequeño burdel en el farol que se tambalea. Dicen que hace milagros, la Milagritos es otra andariega, pero ella parece que se volvió loca, dicen algunos porque se enamoró de un futre del Club La Unión. Se juntaban en la calle Nueva York, ella lo esperaba en la pileta. Y tejo y tejo y meto cabelleras en los jijrones, de locas muertas, de patilocas y patulecas y panfletarias y patiperras. Y a cada jirón un chasquido de sangre. El medicamento no es tan caro pero no quiero tomarlo, la señorita del hospital dice que es fisiológico, pero a mi se me cayó una vocal de una palabrita no más le digo yo. Y ella tuerce su ojo izquierdo y eso me da miedo. El Enrique también le tiene desconfianza, pero él está adentro, y ya se lo comió el olor a cigarro hecho con papel de diario. Lo fui a ver el martes pasado y andaba de color morado entero, no me quiso decir nada, se movía de adelante para atrás, y me dio miedo y la señorita de pelo corto me reconoció. Ella es rubia y tiene un apellido francés. Y abraza, y no entiende que hay personas que no le gustan los abrazos. Es como una pastilla a la fuerza. Y me fui, y el Enrique ni se dio cuenta, se había puesto a mirar la tele. Aproveché de pasear por el terreno, ese terrenito que me quiero comprar cuando el negocio mejore, pero mi madre me retaba cuando le dije que hablaba con los perros, era en un tubo, yo los tenía bien cuidaditos. Todos los días les llevaba comida, la perra había parido siete, casi todas eran hembras y me seguían pero yo le explicaba que debíamos mantener el secreto. Y adentro de la cañería se ocultaban y yo dejaba mi bici apoyada en un peñasco donde solían cantar con guitarra unos grillos. Iba cuando las palmeras aplaudían el frescor de la tarde. Les llevaba pan francés y una fuente con leche porque eran cachorritos todos y me perseguían hasta que mi mamá me retó me amenazó, me dijo que no era normal andar hablando con los animales, que qué me creía, que estaba mintiendo, y nunca más los vi. Y seguí conversando con el Rusio y el Tobi, me daba pena el Tobi, era buen chato pero las mocosas lo trataban mal, y a mí también me caían mal y una vez les robé un vestido de una Barbie, no sé por qué lo hice si a mí nunca me gustaron las Barbie ni las muñecas. Y escuché la voz del Enrique, estaba asomado por la ventana tatareando una canción de propaganda política. Schtss le grité, viste que te pueden pillar guevón, y me miró apenas. Y le dije que se escapara que yo lo ayudaba, que conocía los cerros. El Orolonco, sabía que pasando la reja de la casa número 3, había que pasar por unos duraznos, luego unos olivos, y las cabras tenían echa tira la cerca, pero yo andaba siempre con alicate así que no importaba, y después teníamos que correr hacia el cerro siguiendo una acequia más flacuchenta que la Sarita, ojalá ella no me escuche esto. Pero no quiso, me dijo que le gustaba el arroz con leche que ahí le daban, y que tenía ropa limpia. Seguí tejiendo y llegó el Cara de Ampolleta para invitarme a tomar una leche con plátano. Fuimos al mercado y terminamos tomando una Pilsen con un completo. A mí me gustaba el plástico que usaban para sostener el completo. ¿Cómo está el Enrique? me preguntó. Y no quise responder porque estaba con la boca llena, descifrando el enigma de sus pecas. Siempre pensé que el cara de ampolleta algo ocultaba en su rostro, alguna caligrafía. Ya poh no te hagai’ la tonta, me dijo. Me paré y me fui dejando medio completo en la mesa.


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