A veces me sorprendo cuando alguien - a excepción de un par de amigos que sé que ya lo han leído todo - me comenta que no sabe qué leer, que no encuentra ningún título que le llame la atención en las librerías. En tal caso siempre se puede recurrir a los clásicos, esos libros que siempre están ahí, esperando pacientemente su momento. Los clásicos nos hablan desde el pasado, pero sus autores son tan sabios que saben hacerlo en un lenguaje universal que es válido para quienes hemos nacido siglos después. Es el caso de Larra, que en muchos de sus artículos nos habla de una España que no ha cambiado demasiado en determinados aspectos. Yo recuerdo haber conocido al autor en el colegio. Leímos algunos de sus artículos y me prometí a mí mismo que alguna vez tendría que degustar alguna recopilación de los mismos. Ha pasado mucho tiempo, pero el otro día comencé a cumplirla. Ojalá todos los propósitos que uno se hace fueran tan placenteros. A modo de ejemplo, el pasaje que dedica al disfrute de una comida a la que es invitado contra su voluntad, sigue impresionándome tanto como cuando lo leí por primera vez. Pocas veces se ha descrito mejor el caos que produce en los comensales un banquete demasiado largo y pesado:
"A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo; fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas.
—¡Este capón no tiene coyunturas!—exclamaba el infeliz, sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha.
¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal, como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar el vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente, como pudiera hacerlo en un palo de gallinero."
Para Larra el periodismo es un instrumento no tanto de información como de instrucción pública, de denuncia de la incultura imperante, de la corrupción y de algunas costumbres poco sanas de nuestros compatriotas de la época. Pero contra la primera impresión que pueda suscitar en el lector Larra como autor costumbrista, está la profundidad que otorga a cada una de las tesis que defiende en sus escritos, inteligentemente condimentadas de festiva ironía. Porque Fígaro es un incansable fustigador de los vicios y corruptelas de los españoles. Resulta insólito que un periodista de tendencia liberal tenga tan poca fe en el pueblo llano, pero eso es lo que se deduce de muchas de sus páginas. Muchos aprovecharon esto para tildarlo de poco patriota, de afrancesado, aprovechando que su padre lo había sido realmente (de hecho tuvo que pasar algunos años en París después de la Guerra de la Independencia). Pero para Larra el patriotismo no tiene nada que ver con el chulesco alardeo de la pertenencia a una determinada tierra, sino en el servicio inteligente a su progreso. Es triste repetirlo, pero las esperanzas del autor están solo puestas en lo que hay llamamos clase media - que no estaba tan extendida en nuestros días como lo está ahora - tildando a las clases bajas de irrecuperables, al menos hasta que una educación mínimamente de calidad pueda llegar a las siguientes generaciones:
"Pero mil veces lo hemos dicho: hace mucho tiempo que la España no es una nación compacta, impulsada de un mismo movimiento; hay en ella tres pueblos distintos: 1.º Una multitud indiferente a todo, embrutecida y muerta por mucho tiempo para la patria, porque no teniendo necesidades, carece de estímulos, porque acostumbrada a sucumbir siglos enteros a influencias superiores, no se mueve por sí, sino que en todo caso se deja mover. Ésta es cero, cuando no es perjudicial, porque las únicas influencias capaces de animarla no están siempre en nuestro sentido. 2.º Una clase media que se ilustra lentamente, que empieza a tener necesidades, que desde este momento comienza a conocer que ha estado y que está mal, y que quiere reformas, porque cambiando sólo puede ganar. Clase que ve la luz, que gusta ya de ella, pero que como un niño no calcula la distancia a que la ve; cree más cerca los objetos porque los desea; alarga la mano para cogerla; pero que ni sabe los medios de hacerse dueño de la luz, ni en qué consiste el fenómeno de luz, ni que la luz quema cogida a puñados. 3.º Y una clase, en fin, privilegiada, poco numerosa, criada o deslumbrada en el extranjero, víctima o hija de las emigraciones, que se cree ella sola en España, y que se asombra a cada paso de verse sola cien varas delante de las demás; hermoso caballo normando, que cree tirar de un tílburi y que, encontrándose con un carromato pesado que arrastrar, se alza, rompe los tiros y parte solo."
Larra se adelanta a las novelas de Galdós (recordemos por ejemplo, La de Bringas) cuando retrata a aquellos españoles que tratan de aparentar mucho más de lo que son y se endeudan para ello. Y dispara con total precisión a la diana de la España eterna cuando publica el célebre Vuelva usted mañana, describiendo la indolencia de los funcionarios y su poco apego a la cultura del esfuerzo, una imagen que ha hecho fortuna - en la mayoría de los casos de forma injusta - hasta nuestros días, aunque a uno le gustaría resucitar a Larra para que escribiera sus impresiones acerca de la lentitud de nuestra justicia y sobre las extrañas decisiones que toman los jueces de nuestros tiempos. También hay ocasión para apreciar sus precisas críticas teatrales (si Fígaro estuviera vivo ahora sin duda sería un magnífico crítico de cine) y su afán de que el teatro no sea un mero entretenimiento, sino un rector de la opinión pública que fomente el necesario cambio de costumbres en las masas.
En cualquier caso, nos quedamos con un mensaje esperanzador, de confianza en el progreso final de un país que también cuenta con muchas virtudes, a pesar de la célebre y terrible aseveración: "no se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee":
"Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no nombra a este país sino para denigrarlo; volvamos los ojos atrás, comparemos y nos creeremos felices. Si alguna vez miramos adelante y nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con los de nuestros vecinos; sólo en este sentido opondremos nosotros en algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.
Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento: ¡Cosas de España! contribuya cada cual a las mejoras posibles; entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros mismos el vergonzoso ejemplo."