Zabi, el travesti más famoso de Afganistán, asesinado y descuartizado en nombre de la religión
Plàcid García-Planas (La Vanguardia)
Zabi, el travesti más famoso de Afganistán, ha sido la última víctima de aquellos que se amparan en la religión y las tradiciones para aplicar su propia ley y aniquilar a todas aquellas personas que, según ellos, merecen ser castigados con la muerte.
Hace seis meses, según publica La Vanguardia, fue invitado a bailar en la boda de una familia de carniceros del distrito de Chaharasyab, provincia de Kabul. Después de la fiesta, esa misma familia lo mató y despedazó su cuerpo con los cuchillos de la carnicería. Su cuerpo descuartizado fue enviado posteriormente a la familia de Zabi.
El resto del post es la crónica que publica Plàcid García-Planas en el diario La Vanguardia:
Zabi muestra su mano al reportero.
Tiene algunos anillos y dos uñas rosas que sobresalen de sus dedos meñique y pulgar.–¿Por qué te recortas las uñas de los tres dedos centrales?
–Para poder cerrar bien el puño y pegar mejor –responde.
Zabi vuelve a extender la mano para señalar las cicatrices de navaja que se dibujan en su muñeca, entre sus dedos: no es fácil ser travesti en Afganistán...
Así empezaba el reportaje del travesti más famoso de Afganistán que La Vanguardia publicó el 1 de noviembre del 2009. Con la voluntad de arrear un buen guantazo si hacía falta.
Pero, al final, Zabi no pudo cerrar el puño. Hace seis meses fue invitado a bailar en la boda de una familia de carniceros del distrito de Chaharasyab, provincia de Kabul. Después de la fiesta, esa misma familia lo mató y despedazó su cuerpo con los cuchillos de la carnicería.
A Zabi lo habían intentado pegar, atacar, apuñalar y violar muchas veces. Antes, durante y después de las bodas. Tan arraigada está en Afganistán la costumbre de pagar a travestis para que bailen danzas tradicionales en fiestas –en temporada alta, Zabi actuaba hasta cinco días a la semana– como cargárselos a lo bestia después del festejo. En el último año, comentaba él, habían matado a dos travestis. Uno en la misma boda en la que actuaba y otro al salir del casamiento
–¿Te defiendes? –pregunté a Zabi.
–¡Claro! Cuando lucho lo hago como un macho.
–¿Le han matado los talibanes? –pregunto hoy por internet al pastún de Kabul que hizo de traductor en la entrevista y que, seis meses después, nos da la noticia del crimen.
–No –responde–. A Zabi lo mataron pastunes (la etnia vertebral de los talibanes) que no son talibanes.
–¿Pastunes?
–Pastunes como yo... je, je, je...
–...
– La gente de la zona dice que su muerte fue buena no sólo para Afganistán, sino para todo el islam, y que harán lo mismo con todos los chicos como él.
A Zabi –de etnia tayika: los tayikos son tres centímetros más tolerantes que los pastunes– le han descuartizado pastunes que no son talibanes: en el país de los burkas no hace falta ser talibán para actuar como un talibán, y esta es una de las realidades que marcan –con cuchilla– el futuro, el presente y el pasado de Afganistán.
En un país en guerra desde hace tres décadas, donde no hay nadie que no haya sufrido algún tipo de injusticia, que descuarticen a un travesti es casi un acto de justicia. La policía no ha movido un dedo, y no porque la zona donde fue asesinado esté –como está– fuera de su control.
La realidad es infinita y triste en Afganistán: la mirada de Zabi era el otro lado del espejo de Steve McCurry y la niña afgana que fotografió en 1984 para la portada de National Geographic.
¿Qué fotografía tendrán sus hijos para recordar a su padre?... Sí, sus hijos. Porque Zabi me contó que tenía novio, "él es muy fuerte", pero se calló que también tenía una mujer y dos hijos pequeños: a ellos enviaron los carniceros de Chaharasyab su cuerpo descuartizado.
–Todo Kabul me conoce. También bailo en Jalalabad y Mazar-i-Sharif. ¡Soy tan fácil de localizar! –suspiraba.
En el momento decisivo, Zabi no pudo cerrar el puño... O quizá sí, y con todo el rímel de sus pestañas, antes de caer, logró arrear un buen guantazo a alguno de los carniceros... Inshallah.
El día de la entrevista, Zabi actuaba en la zona del mercado viejo de Kabul, bailando en el reservado de un restaurante putrefacto con ventanas abocadas a un cruce inundado de burkas y turbantes. Todo muy discreto. Todo en el borde de un precipicio. Todo –bienvenidos a Afganistán– bastante alucinante: al otro lado de la pared, de la misma pared, en el extremo del restaurante, hombres barbudos y piadosos iban rezando sus plegarias ante una alfombra tejida con la silueta de La Meca y su Kaaba.
El baile underground en el restaurante putrefacto terminó como tenía que terminar: mal. Al parecer, el encargado no dijo al dueño que en el reservado actuaba un travesti, y al dueño, enfurecido, le faltó un milímetro para echar a Zabi del local a culatazos de kalashnikov.
–Lo dice el Corán: los que matan a gente como esta tienen un lugar reservado en el paraíso –comentó el traductor pastún (el del je, je, je) mirando la fiesta acabar como el rosario de la aurora.
(Hoy, los que lo han descuartizado deben de andar convencidos de que Dios les tiene preparado algún reservado).
–¿Quieres que añada algo más en el reportaje? –pregunté a Zabi ya en la calle.
–Sí. Que alguien me saque de este país.