Dejando los clásicos aparte (bueno, a Cervantes), desde los tiempos de Blasco Ibáñez, que era el amo en las adaptaciones literarias del Hollywood de los años 20, y hasta los tiempos de Pérez-Reverte, no es frecuente que el cine americano se acuerde de los escritores españoles a la hora de adaptar sus novelas a la pantalla. Por eso Ashanti (Ébano), cinta dirigida por el longevo y prolífico Richard Fleischer en 1979, constituye, de entrada, una llamativa curiosidad para el espectador español. Por supuesto, no es de los trabajos más brillantes de Fleischer ni pertenece a su mejor época como director (entre los años 40 y los 60), pero posee elementos que pueden hacer interesante su visionado más allá de sus evidentes imperfecciones y superficialidades.
Un primer punto de interés: la trama. Un médico británico, David Limderby, y su esposa (aunque, brillantemente, al espectador se le oculta este detalle durante los instantes necesarios en el momento de desencadenarse el drama), Anansa, una doctora americana de origen ashanti (un etnia de la zona del Sahel africano, entre el desierto del Sáhara y el golfo de Guinea), se encuentran en un poblado nativo realizando un programa de vacunación. Mientras David toma fotografías de las costumbres tribales, Anansa se acerca a un lago cercano para darse un chapuzón. Sin embargo, es secuestrada por un grupo de mercaderes de esclavos de origen árabe que, en pleno último tercio del siglo XX, todavía conservan las antiguas rutas esclavistas que desde el Sáhara (como desde más al sur, Zanzíbar, Tanzania y Mozambique) surtían de esclavos negros a la Península Arábiga. Suleiman, el cabecilla, no tarda en darse cuenta del valor de su nueva esclava, no sólo bella y apetitosa, sino además cultivada, inteligente, anglófona y distinguida. Eso significa que, o bien un gran señor árabe paga una fortuna por poseerla, o bien la ONU y la Organización Mundial de la Salud no pondrán reparos en abonar un sustancioso rescate con el que, por fin, poder jubilarse y cuidar de sus nietos. Pero David no se quedará de brazos cruzados y, ante la inoperancia inicial de las autoridades, evidentemente corruptas o consumidas por la desidia, busca ayuda a través de Walker, un tipo de intenciones algo dudosas que dice pertenecer a una sociedad antiesclavista londinense, primero en la compañía de un piloto de helicópteros americano, a todas luces un mercenario sin escrúpulos, y después, ya en las arenas del desierto, bajo la tutela de Malik, un beduino que busca a Suleiman para vengarse por la muerte de su familia a manos del mercader años atrás.
Segunda virtud de la película: el reparto. Fleischer logra reunir, a pesar de no tratarse de uno de sus trabajos más inspirados, a un destacable elenco de intérpretes en papeles más o menos relevantes. En primer lugar, Michael Caine, que interpreta al Dr. Linderby (nótese un detalle adicional: Caine, en la vida real, está casado con una mujer negra, Shakira, que coprotagonizó con él El hombre que pudo reinar cuatro años antes), en su línea eficiente habitual, incluso luciéndose en algún momento cómico en una trama que apenas deja resquicio para ello; como su esposa, toda una sorpresa por su belleza y su poder de presencia en pantalla, está Beverly Johnson, fenomenalmente elegida como prototipo de la etnia ashanti; Suleiman, el esclavista, es nada menos que Peter Ustinov, magnífico como acostumbra (no perdérselo en versión original, emulando a la perfección el acento árabe); en pequeños pero importantes papeles forman parte del reparto también Rex Harrison (Walker, el mediador) y William Holden (Sandell, el piloto de helicópteros); finalmente, dos nombres más: Kabir Bedi (un Sandokán en plena eclosión de su fama a nivel mundial), que interpreta a Malik, el beduino vengativo, y Omar Sharif, el príncipe árabe (le va que ni pintado) que desea comprar a Anansa para obsequiársela a su anciano padre (o eso dice…).
Un tercer punto de atractivo de la película son las imágenes. Fleischer dirige la mayor parte del tiempo de forma mecánica, limitándose a recoger uno tras otro los episodios del drama con oficio pero sin apenas elaboración visual, dejándolo todo en manos de las grandiosas y sobrecogedoras localizaciones africanas, tanto más tropicales como los impactantes escenarios desérticos. Por supuesto, hay imágenes de gran belleza, pero la cinta no destaca por su elaboración, ni tampoco por una construcción meticulosa ni inteligente de las escenas de acción, ni de las luchas en el desierto ni al final, ya en el yate en el Mar Rojo, ni tampoco en la coreografía de los puñetazos, las muertes violentas, etc. Sin embargo, sí logra trasladar adecuadamente al espectador la sensación de agobio, calor, mosquitos, polvo y agotamiento que sienten los personajes (aunque no todos) en su periplo entre selva, desierto y costa. La música tampoco se mantiene a la altura en todo el metraje (112 minutos) y, si bien en algunos momentos aprovecha los tonos y melodías étnicos para contribuir a la ambientación geográfica de la película y a introducir al espectador en su atmósfera, en otros momentos, cuando utiliza músicas occidentales, resulta anticlimática, incoherente, mal escogida.
Estos problemas (descuido en la filmación, mal empleo de la música) vienen acompañados de otra carencia, que no es otra que la excesiva concentración en la persecución y liberación de la doctora por parte de su marido, sin que se llegue a reflejar en ningún momento los pasos que ONU u OMS dan para encontrar a dos de sus médicos desaparecidos, sin que se muestre el impacto que su desaparición y que el conocimiento de que la estructura del tráfico de personas subsiste siglos después de su presunta erradicación tiene a nivel internacional y, especialmente, al papel que las autoridades puedan tener en el rescate de ambos. Por otra parte, llama la atención, negativamente, que para que el drama estalle los protagonistas tengan que ser occidentales, u occidentalizados, y que se abandone la cuestión cuando de africanos se trata. Evidentemente, se busca la identificación del público destinatario con el drama de los protagonistas, a los que debe parecerse cultural y sociológicamente para que esa identificación sea posible, pero se echa de menos una mayor profundidad en el tratamiento de cómo el problema de la esclavitud afecta a la población autóctona, así como una exposición de los antecedentes históricos que facilitarían la contextualización del film, tanto en el momento de su estreno como en la actualidad.
Dejando estos detalles aparte, el visionado de Ashanti puede resultar interesante para quienes deseen contemplar un producto curioso del cine de los setenta, tanto por temática como por su heterogéneo reparto, así como por su tema, más vigente de lo que nos gustaría en pleno siglo XXI, por más que esté tratado con superficialidad y sin llevar sus posibles ramificaciones hasta las últimas consecuencias.