Ésta crónica la escribí hace algún tiempo, cuando visité México por primera vez. Vamos a ponerle fecha: en el 2007. Quise rescatarla, compartirla, recordar y alimentar las ganas de volver. La pongo aquí, también, porque siento un cariño grande por los mexicanos y por la manera cómo quieren a su país.
Llegué a Ciudad de México un día antes del día de muertos. Había dejado en Caracas el teléfono de la única persona que conocía en la ciudad y eso fue algo que lamenté durante todo el camino al hotel.
Por qué fui a parar a México, es parte de otra historia; lo cierto es que me dejaron en Polanco, a las puertas del Hotel W, con un poco de frío y con ganas de salir a caminar a cualquier parte.
Polanco, supe, es una de las zonas “bien” de la ciudad y el Hotel W, sin duda, se esmera en dejar por sentado que así es. Mi habitación estaba en el piso 18 y los rumores decían que dos pisos más abajo se hospedaba Avril Lavigne y, dos pisos debajo de ella, el grupo The Cure; a quienes sí logré ver un día en el lobby, de espaldas.
Este hotel está situado en una avenida que se llama Campos Eliseos y queda muy cerca del Auditorio Nacional, el Bosque de Chapultepec, en la misma cuadra del J.W. Marriott, a un paso del Intercontinental Presidente, del Hard Rock Café y, por supuesto, al lado de uno de los tantos tramos del Paseo de La Reforma que atraviesa gran parte de la ciudad. Digo todo esto, porque fue lo que vi en mi primera caminata exploratoria. Por cierto, en el Auditorio Nacional se estaba presentando, por primera vez, Paul Potts y había una tranca descomunal.
Por cuestiones que no vienen al caso, después de mi primera caminata fui a conocer el Antara Polanco Fashion Mall; un sitio majestuoso donde se reúne el buen gusto, las compras exquisitas y gastronomía de primera calidad. En fin, un centro comercial súper lujoso que hay que conocer porque sí.
Estar allí, debo contarlo, es una parte fundamental de la historia, porque me quedé en el Antara Polanco más tiempo del que debía, impulsada por algún tipo de presentimiento. Y es que justo cuando ya no había más nada qué hacer, alcancé a ver, a lo lejos, a mi amigo Fernando: la única persona que conocía en la ciudad y cuyo teléfono había dejado en Caracas. Vamos, que ahora México tenía otro color, porque Fernando se convirtió en un excelente guía turístico y eso es algo que debo resaltar en los mexicanos; su hospitalidad y el amor hacia su patria es único. Te cuentan la historia de cada esquina como si en eso se les fuera la vida.
Con él hice un plan. Nos veríamos al día siguiente, muy temprano en la mañana, para hacer un recorrido por la ciudad. Mientras tanto, yo iría a Coyoacán -porque uno tiene que ir a Coyoacán siempre- con dos argentinos que conocí ese día y con quienes aún mantengo contacto, a pesar de la distancia.
Los globos de Coyoacán
El camino hacia Coyoacán lo hicimos en “pecera”. Dice Melina, la argentina, que el recorrido se toma, normalmente, unos 40 minutos, pero que todo depende del tráfico y las manifestaciones. Y es que en la ciudad hay protestas por todos lados y hasta a veces, se tiene uno que acercar a preguntar por qué es tal o cual tumulto para enterarse del reclamo.
Coyoacán tiene una magia particular. Era sábado y había gente por todos lados. A medida que iba caminando, me parecía estar inmersa dentro de alguna historia mexicana, muy antigua. Me devolví a mi infancia -o no sé si a mi infancia, pero me vino algún recuerdo nostálgico, como si ya hubiera estado ahí antes- al ver a los vendedores de globos, los algodones de azúcar, y escuchar el sonido de la armónica. Aquí se respira un aire bohemio único. Me encantó ver pintores apostados en la acera, vendiendo desde cuadros de Los Simpsons y Mafalda, hasta retratos de Frida Kahlo o la Virgen de Guadalupe. Otros más allá, vendían dulcitos en forma de calaveras, títeres, pulseras, zarcillos, camisas, cuadros y más cuadros. Un poco más acá, indios haciendo rituales, ofreciendo sahumerios para alejar las malas energías, atraer la fortuna y los buenos augurios. Es un paseo muy pintoresco y provoca comprar una cosa de cada tarantín, como recuerdo absoluto. Roque, el argentino, tenía un propósito determinado: comprar agua de Jamaica y una torta de jamón, como el Chavo del 8. Eso nos hizo caminar varias calles y llenarme de historias.
Coyoacán queda al sur de México. Allí nació, vivió y murió la gran artista Frida Kahlo. La Casa Azul, como se conoce su hogar, hoy convertido en museo, es un paseo obligado. Debo decir que esta es una cita que tengo pendiente para el próximo viaje, pues justo ese día las calles que conducen a la casa estaban cerradas por reparación y la casa misma no abrió sus puertas, por labores de mantenimiento.
Las calles de Coyoacán, completamente empedradas, conducen a rincones insospechados. Su gente habla de Frida, Diego Rivera o de Octavio Paz, como quien habla de un buen amigo al que tienen tiempo que no ven, pero cuyo recuerdo sigue intacto en las casas que habitaron. A cada vuelta de esquina hay galerías, museos -como el Anahuacalli o el Museo Nacional de Culturas Populares-, cines, teatros, cosas de qué enterarse. Aquí hay mucha vida cultural, no en vano Coyoacán alberga a la Universidad Nacional Autónoma de México y por esos sus calles están rebosantes de ideales.
Aún no habíamos conseguido el agua de Jamaica, pero había que hacer una parada en la Churrería de Coyoacán, famosísima claro está por sus churros, pero también por sus exquisitos cafés, fríos o calientes, para tomar ahí -aunque el espacio es estrechísimo- o para llevarlos en el camino. Yo opté por uno caliente, pues la temperatura para esa época del año está, más o menos, en unos 15°C, y por más que se camine para hacer sudar el cuerpo, la brisa siempre hace de las suyas.
El tiempo se va rápido en Coyoacán. Es fácil distraerse en la plaza, viendo a la gente caminar, curioseando cada puesto con sus artes insospechados, tomando fotos. No podíamos irnos sin entrar a la iglesia San Juan Bautista, llena de gente, para dejarnos cubrir por la bendición del padre en plena misa sabatina.
El regreso, varias horas más tarde, fue en “pecera” también, con agua de Jamaica en mano y un frío inusitado. En vista de que no había apuros, hicimos una parada -muy rápida- en la Zona Rosa, porque había que ver por uno mismo si es así tal y como la cuentan por todos lados. Y sí, lo es.
Las calles de la Zona Rosa están llenas de hoteles y cafés curiosos. Es un paseo agradable y divertido. Se ve un poco de todo y se compra un poco de todo también. Me encantó caminar lo suficiente para encontrarme un monumento en honor a Germán Valdez, mejor conocido como Tin Tan, uno de los mejores comediantes que ha dado México.