La siguiente opinión la escribí tras la muerte de Salinger. No llegó a publicarse, así que os la dejo aquí. Espero que os guste.
ASÍ NO ERA YO
Ninguno decidiremos sobre cómo se hablará de nosotros cuando hayamos muerto. Yo lo noto cada día en los obituarios, en los sentidos homenajes y últimamente también en las librerías. Las mesas están repletas de ejemplares de “El guardián entre el centeno”, tributando así, por una especie de justicia cósmica, para que el libro se encuentre en todas las listas de los más vendidos. Debo decir que lo que hizo J. D. en su vida privada no me interesa en absoluto, por ese afán absurdo de no desmitificar a los mitos, pero tengo algo muy claro sobre su obra: qué pena pasar a la inmortalidad por haber creado a Caufield.
Porque el gran Salinger hizo algo más grande que marcar con más de doscientas páginas a toda una generación, fue capaz de imaginar nueve maravillosas obras de arte. Para quien no me siga, hablo de sus “Nueve cuentos”, escritos con tal maestría que provocan un despiadado placer tanto a la hora de leerlos como de comprenderlos. Cuentos que sobrepasan la psicología del adolescente incomprendido y de la rebeldía. Ese era Salinger, digan lo que digan los blogueros.
Por eso reitero mi pena al constatar que acaba de pasar a la historia por la que fue su obra menor. Que toda la red y las estanterías le recuerdan por ser el estandarte de una juventud con problemas de identidad en vez de por el narrador que callando lo decía todo. En definitiva, como un escritor para impúberes.
Puede que el viejo nos llevara ventaja y ya lo supiera de antemano. Que a lo largo de toda su vida ahorrara en declaraciones y entrevistas, sabiendo que daba igual lo que dijera porque todo sería siempre reinterpretado. Son otros los que asumen sin encargo y por su propia cuenta la tarea de decidir lo que de nosotros es más válido, y lo que después de la defunción debe ser contado. Así que, qué más da si alguna vez tuvo algo que decir fuera de su campo de centeno.
A nadie le importa que Salinger quisiera que sus lectores destriparan en la etapa adulta sus misterios, al igual que nadie está interesado en una fotografía de Marilyn Monroe leyendo el “Ulises” de Joyce ni en comprender por qué Conan Doyle quiso cargarse a Sherlock Holmes.
Y es que pase lo que pase en esta vida, estaremos condenados a ser lo que otros digan que éramos.