Revista En Femenino

Así tú me matas. Ay si yo te cojo.

Por Expatxcojones



Nuestro plan era pasar el sábado en la playa. Eso es lo que nos hubiera gustado. Pero el destino quiso que pasáramos el día haciendo algo bien distinto. El viernes por la tarde, al salir del colegio, Terremoto traía en la cartera una invitación para una fiesta de cumpleaños, otra más. Así que, muy a nuestro pesar, tuvimos que posponer nuestro encuentro con el sol, ir a comprar un regalo y prepararnos para la que se nos venía encima. La invitación nos citaba a las cuatro de la tarde en el club de golf de Tánger.
   —Es muy pronto… —se quejó mi madre, que está pasando unos días con nosotros.   —No te preocupes. Nadie es puntual. Iremos más tarde.
Son las cinco y cuarto cuando atravesamos la gran reja de acceso al recinto. Esto no parece Marruecos, comenta mi madre al ver los hermosos campos de césped recién cortado y la ingente cantidad de flores multicolores plantadas por doquier. Aparcamos el coche y durante unos minutos busco, sin lograrlo, alguna pista que me indique donde está la fiesta. No veo globos, ni cintas, no escucho música ni gritos de chiquillos. Ni rastro del cumpleaños por ninguna parte. Entonces, sentadas en una mesa de jardín veo a unas cuantas madres que conozco del colegio.
   —¿Dónde está la cumpleañera?   —No ha llegado —me responde una. Y al ver mi cara de no me lo puedo creer se echa a reír. — Nosotras estamos igual.
Nos sentamos con ellas y, enseguida, el niño se pone a jugar con sus amigos. Con La Peque no hay manera. Imposible separarla de mis piernas. Estamos un rato así pegadas, y finalmente, la anfitriona y su madre hacen acto de presencia. Las dos van elegantemente vestidas. La madre luce una rebeca de lentejuelas y unos zapatos de piel de serpiente de quince centímetros. La niña, un vestidito de princesa y lazos en el pelo. Las dos van muy maquilladas. Al vernos, la madre nos indica con un gesto que pasemos al interior.
Nos levantamos y, una tras otra, entramos al restaurante.Lo primero que veo es un gran cartel con el nombre de la niña —y un fotomontaje de su cara embutida en un traje de princesa— colgado del techo. A la derecha, una mesa tamaño XXL donde depositar los regalos, que no abrirán hasta que nos hayamos ido todos los invitados. Vaya a ser que a la cría alguno no le guste y ponga a su madre en un compromiso. Lo que sea con tal de quedar bien.
La sala está llena de mesas pomposamente engalanadas. Mi madre y yo nos sentamos en una. Un hombre ataviado con un delantal a rayas sale de detrás de un carrito de feria y nos obsequia con algodón de azúcar. Otro, nos ofrece zumo de frutas. Todavía lo están decorando, observa mi madre incrédula. Y es que justo enfrente nuestro hay un par de chicas que se afanan nerviosas en colgar globos y cintas por las paredes. A parte de ellas, hay dos chicas más —con camisetas de una empresa de animación infantil— que lo miran todo con cara de palo. Otra, sentada en una mesa frente a un portátil, controla la música y las luces. También hay una fotógrafa y una operadora de vídeo. Una chica disfrazada de princesa que no hace más que deambular por la sala. Un chico que acaba de llegar con una maleta y deduzco que será el payaso y otro, con gafas de sol, que me hace pensar en Kiko Rivera y que por su actitud mandona se diría que es el encargado.Al fondo, una mesa lista para el bufé sin rastro de bufé y tres jóvenes más colocando jarrones con flores, fuentes con galletas de colores y cajitas de chucherías.
   —Esto le habrá costado un dineral —le digo a mi madre, los ojos abiertos como platos. —No sé qué vamos a hacer nosotros cuando sea el cumple de Terremoto. Como no fletemos un avión a Barcelona…   —Podéis alquilar una sala del palacio real —bromea ella —eso seguro que no lo supera nadie.
Mientras calculamos mentalmente qué le ha podido costar todo este despliegue a la familia, los invitados no paran de llegar. Debemos ser unos cien. Todo mujeres y niños. Ningún hombre, ni siquiera el padre de la homenajeada. Tampoco el abuelo. Ni ningún tío. Pasa una hora y no sucede nada. Otra hora y seguimos igual. Terremoto me pide comida pero en las mesas tan sólo es posible picar frutos secos. Almendras, cacahuetes y anacardos. Eso es todo lo que hay, además del algodón de azúcar que no le gusta.
A las siete, el chico que se parece a Kiko Rivera coge el micrófono. Pienso, ingenuamente, que ha llegado la hora de los juegos infantiles. Pero no. Lo que empieza a continuación es un suplicio. Un tormento para mis pobres oídos. De repente, suben tanto el volumen de la música que me da miedo que los altavoces vayan a explotar. Suerte que estamos lejos, le digo a mi madre. Mi boca a dos centímetros de su oreja pero ni aun así se entera de lo que le digo. Y en entonces cuando pienso que la cosa no puede ir peor, el doble del hijo de la Pantoja empieza a chillar. Grita a los chavales como si en lugar de una fiesta infantil, estuviera animando a jóvenes borrachos en una discoteca cutre de Lloret de Mar. En apenas cinco minutos está sudando como un cerdo. Todo es “movimiento sexy”, “Así tú me matas. Ay, si yo te cojo” , “Guapa, si tienes novio, voy ha robarte”, “Mueve tu culito” y cosas por el estilo. No es que me escandalice —necesito cosas mucho más fuertes para sonrojarme— pero no deja de parecerme curioso que en una cultura tan puritana y reprimida como es esta, no haya ni una sola letra que no haga referencia al sexo, follar, culos y cuerpos sexys. De canciones infantiles, ni rastro.
Finalmente, a las ocho y media aparecen los camareros con las bandejas. Tartar de atún, pinchitos de boquerones en vinagre y sándwiches de pollo, cebolla y mayonesa. Me tiro encima de la comida como si no hubiera ingerido nada en siglos. Adiós a mis buenos modales. Ya que no puedo beber, al menos comeré.Terremoto, a mi lado, lo mira todo con cara de asco. Puaj, esto no me gusta, esto tampoco, se queja arrugando la nariz. ¿Dónde están los Chetos? ¿Y los bocadillos de Nocilla?, me pregunta. Pues va a ser que hoy no habrá, le contesto. Otra tanda de camareros nos trae los pinchos de cordero, los hojaldres de queso y una variedad de comida típica marroquí, que él tampoco probará.
Terremoto se va a jugar. Al rato, aparece haciendo pucheros. Un niño le acaba de robar el globo que tanto tiempo le ha costado conseguir. No pasa nada, intento calmarlo, coge otro. Es que no hay más, se queja. Pues ve y pídele que te lo devuelva, le digo. Tres minutos más tarde, corre de nuevo hacía mí. Esta vez, llorando a pleno pulmón. Me ha pegado, dice con un hilo de voz cuando le pregunto el motivo. Y en ese momento, lo reconozco, no soy una madraza —ni tan siquiera una buena madre—, pero ver sufrir a mi hijo me enciende el interruptor. Paso de cero a cien en un segundo. Mi instinto depredador me grita: Levántate y pégale un par de ostias al chaval ese. No lo hago. No es políticamente correcto. Consigo controlar mis instintos asesinos y centrarme en consolar a Terremoto. Y en esas estoy cuando veo a un hombre con cara de niño venir hacia nosotros. Al pasar por nuestro lado, nos hace muecas con la lengua y en un despiste, intenta arañar a Terremoto. ¡Joder! Éste es el acosador. Por lo menos le saca tres cabezas al enclenque de mi hijo. ¿Qué le dan de comer? ¿Anabolizantes?Lo más serena que puedo intento explicarle al engendro diabólico que pegar no está bien. El muy cabroncete me saca la lengua, se ríe en mi cara y no contento con eso va y me pega una patada en la espinilla. Ahora sí que no puedo más. Busco a su madre entre las invitadas. Esto no va a quedar así.
   —¿Este es su hijo? —Mi voz suena como la de una acusica (barra) cobardica (barra) quejica. —Es que me ha pegado…   —No. No es mi hijo —.Contesta ella. —Mi niña es esta —y me señala una nena que corretea feliz por ahí. —Este es el hijo de Fátima Zhora.   —¿De quién?   —De la anfitriona. La madre de la niña del cumpleaños. El crío es su hermano.
Mierda. Mierda. Mierda. El mundo es injusto y cruel. Resulta que el abusón maleducado es el hijo de los anfitriones No me queda más remedio que callarme y aguantar. En mi cabeza fantaseo con atarlo a un árbol y meterle el algodón de azúcar por las orejas. La realidad es que ando hasta mi silla y, resignada, me siento junto a mi madre. La música nos da una tregua para la comunicación materno-filial.
   —¡Piedad! —exclama ella —Que paren ya. Tengo la cabeza como un bombo.
Pero ni piedad ni ocho cuartos. La calma dura dos minutos, lo que tarda la disc-jockey en cambiar la música de discoteca porla árabe. El volumen, igual de alto. Ensordecedor. Mi madre y yo nos refugiamos en la terraza. A este paso me tendrán que sacar de aquí con la camisa de fuerza y un buen chute de Valium. Las mujeres, sin embargo, ocupan la pista y contornean sus cuerpos con frenesí. Mi madre las mira con la boca abierta.
   —Es como una boda… —dice — ya nos podrían dar una copita de vino.   —No te flipes.
Y así se hacen casi las diez. Lo siento por el niño, que juega divertido con una amiguita de clase pero llevo cinco horas en este lugar y no aguanto un minuto más. Me despido de la anfitriona y le doy las gracias por la fiesta, aunque mentalmente me cago en ella, su familia y todos sus muertos.
   —¿No os quedáis para la tarta?   —Es que es tarde y la niña está cansada… —miento como una bellaca —pero nos lo hemos pasado muy bien. Gracias por todo.
Recogemos nuestras cosas y abandonamos el local. Una vez fuera vuelvo a reencontrarme con las madres de la escuela. ¿Qué tal? Me pregunta una y como tengo confianza con ella le digo la verdad. Le cuento que el niño me ha agredido y no se sorprende lo más mínimo. Yo no quería venir, me dice, una vez estuve en su casa y el crío salió de la cocina con un cuchillo enorme. Hoy se ha pasado la tarde escupiendo a mi hija pero ¿qué podía decirle?
Meto a los niños en el coche y conduzco camino a casa. Cuando llego estoy que no me aguanto. La próxima vez que me toque ir de fiesta me aseguraré muy mucho de saber donde me meto.

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