María Ángeles Jiménez González
Ana Joyanes Romo
La investigación de las enfermedades ha avanzado tanto que cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté completamente sano, Aldous Huxley.
La OMS propuso en el año 1946 una definición de salud que se ha venido aceptando como universal: el estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad. La salud mental la definió mucho tiempo después, en el año 2001, como un estado de bienestar en el cual el individuo se da cuenta de sus propias aptitudes, puede afrontar las presiones normales de la vida, puede trabajar productiva y fructíferamente y es capaz de hacer una contribución a su comunidad.
Si bien, estas definiciones han dado lugar a un terrible malentendido al confundir salud con bienestar. Así, se confunde salud con felicidad y no se aceptan como inherentes a la vida los conflictos adaptativos derivados de los problemas cotidianos. Conflictos que no precisan medicalización, la mayoría de las veces ni siquiera psicologización, sino simplemente dejar que actúe la homeostasis del tiempo.
La felicidad es un propósito en la vida, no un motivo de consulta médico. Duelos, divorcios, conflictos laborales…, los problemas cotidianos generan sufrimiento, no hay que patologizarlos. Estar triste no es lo mismo que estar deprimido. Si uno pierde a un ser querido es normal que esté triste, tiene que llorarlo, si no, sí que habría que pensar en una enfermedad mental. Recurrir prematuramente a la medicalización/psicologización supone evitar los caminos tradicionales de la curación natural e impedir la resiliencia adaptativa. Los avances terapéuticos anuncian un mundo imposible sin dolor ni enfermedad, casi podría pensarse como un mundo poblado de inmortales fantásticos que está disminuyendo la fortaleza humana evolutiva.
Una población sin recursos que no tolera la más mínima frustración. Según la última encuesta sobre alcohol y drogas en la población general española de 2015, un 12% de los españoles consume ansiolíticos y un 7.5%, antidepresivos. Aunque también habría que tener en cuenta la falta de recursos en salud mental para problemas menores, adaptativos, porque algo hay que ofrecerle a los pacientes para aliviar su sufrimiento cuando no tienen recursos psíquicos para abordarlo ellos mismos, ni económicos para costearse una psicoterapia privada. Otro tema a considerar es si estas cuestiones vitales deben asumirse en el sistema público de salud de manera que no ocupen medios necesarios para enfermedades mentales graves.
El médico de cabecera me remite al ginecólogo, al neumólogo, al cardiólogo, al reumatólogo. Me hacen muchas pruebas que yo después aprovecharé para escribir libros, por ejemplo, este. Me hacen un análisis de sangre, una citología, una mamografía, una placa de tórax, una espirometría, un electrocardiograma, una prueba de esfuerzo, un ecocardiograma, más análisis de sangre, una densitometría. Voy a las consultas y me sonrío pensando en lo caras que le salimos las locas a la seguridad social. “Clavícula”, de Marta Sanz.
Se calcula que un 20% de las consultas en un centro de salud puede atribuirse a trastornos mentales, la mayoría presentados en forma de quejas somáticas: astenia psicógena, cefalea tensional, mareos, trastornos funcionales digestivos, palpitaciones, dolor torácico, disnea, parestesias inespecíficas… Es decir, con síntomas psicosomáticos, tan difíciles de aceptar por algunos pacientes porque implican asumir la responsabilidad de cada uno en lo que le pasa.
La sociedad moderna rechaza el primer principio de la mecánica vital, inherente a la naturaleza humana, el principio de incertidumbre. El manejo de la incerteza consustancial al mundo está creando una diseminación certicémica imposible que genera angustia paradójica por no querer angustiarse. Los mecanismos adaptativos adquiridos a lo largo de la evolución para gestionar las angustias de la vida no son trastornos, han permitido la supervivencia. La resiliencia psí permite aceptar que las soluciones fáciles e inmediatas son imposibles, que no hay que taponar las emociones negativas, sino tramitarlas para atravesarlas.
En la cultura del bienestar, cualquier inquietud o insatisfacción se sanitariza, cualquier trastorno desadaptativo, cada problema debe tener una solución inmediata, preferiblemente externa. Así, problema ajeno y solución ajena, la responsabilidad también es del Otro. El Otro es la Sanidad, el Gobierno, de los profesionales sanitarios, pero la salud es responsabilidad de cada uno. No debe confundirse sanidad con salud: se tiene derecho a la sanidad, la salud es cosa de cada uno darse o no ese derecho.
Lo que pasa es que así no se evoluciona, ni personal ni social ni culturalmente, se detiene la adaptación evolutiva. Los trastornos adaptativos deberían llamarse desadaptativos, porque lo adaptativo es estresarse, entristecerse o angustiarse cuando toca, lo contrario sí que es una enfermedad mental, así que lo adaptativo no es un trastorno.
En un reciente artículo publicado por el diario El Mundo se etiqueta a nuestro país como La España del Trankimazin: la ansiedad es la última epidemia, yo añado, el elixir de la trankilidad. Según datos de la OMS, entre el 5 y el 10% de la población estaría afectada por esta epidemia, más en las mujeres, puede que porque consulten más. Parece que esta epidemia actualiza la anterior oleada de depresión de principios del siglo XXI, tratada, cómo no, con otro elixir, el elixir de la felicidad, el Prozac. Sin embargo, para ambas epidemias el mejor tratamiento es hablar, más conversación y menos Prozac, o menos Trankimazin. Hablar con la gente, con su gente, o buscar ayuda psicoterapéutica si no es suficiente. Rescatar recursos personales: hablar con la familia, con los amigos, los recursos de toda la vida. Desestimado el apoyo religioso de otras épocas –el Nombre del Padre–, ya no se sabe quién es el que sabe –el sujeto supuesto saber–, quién está en posesión de La Verdad absoluta, hay que aprenderlo por uno mismo, sin dogmatismos, solo existen las verdades siempre revisables que se construye cada uno, y esto en un mundo certicémico genera mucha angustia. Pero lo que está claro es que las soluciones a los conflictos personales/sociales no se hallan en una píldora. No hay que dejarse engañar por una alienante felicidad de cuentos de hadas promovida desde intereses siempre comerciales.
- Alicia: Pero es que yo no quiero tratar con gente loca
- Gato de Cheshire: ¡Oh!, eso no lo puedes evitar. Aquí todos estamos locos
Entonces, ¿estamos todos locos? “¿Somos todos enfermos mentales?” (Allen Frances). Pues según el nuevo DSM V, podríamos certificar que sí, o que psí. La biblia de la Psiquiatría, que marca la frontera entre normalidad y enfermedad mental, esa frontera tantas veces difícil de definir, promueve el sobrediagnóstico y consecuente sobretratamiento en la esfera psí, lo que además da lugar a una inadecuada asignación de recursos a personas sanas. Así, el DSM I de 1952 etiquetaba 106 enfermedades mentales; el DSM V de 2013 cataloga 357 enfermedades mentales. Por ejemplo: la rabieta infantil pasa a clasificarse como desregulación disruptiva del estado de ánimo; el orgulloso, como narcisista; la pereza, desorden de deficiencia de motivación; la timidez es ahora fobia social; y el Burn out, bullying o síndrome postvacacional pasan a engrosar las filas de esta inflación diagnóstica.
Sin embargo, cuando no hay recursos personales para abordar estas cuestiones de la vida, a veces hay que utilizar fármacos, porque no se puede dejar a una persona desbordada por la angustia sin algo que la mitigue para que pueda enfrentarla con cierta serenidad. Si alguien no pega ojo porque está angustiado por perder su trabajo, habrá que prescribirle un fármaco para que pueda dormir y se permita ocupar el día en buscar otro trabajo, por poner una viñeta clínica frecuente.
Ahora bien, aunque la Medicina es una profesión prodigiosa, dejó de ser mágica hace siglos. No disponemos de la solución mágica a los asuntos que son competencia de cada uno. Se trata de respetar y promover la individualidad sin invadir. Tampoco contamos con un interruptor on/off que nos conecte o desconecte de manera voluntaria. Así, los fármacos deben prescribirse como ortesis transitorias, no como prótesis permanentes. Es decir, magia, pero sin trucos.
La angustia de vivir, porque es imposible vivir sin angustia, es el motor de la vida: nos impulsa a movernos, crear, crecer, amar, trabajar… a producir más vida (Salud es la capacidad de amar y trabajar, S. Freud). La angustia solo desaparece con la muerte, pero eso no es ya la vida, lo que hay es que movilizarla para que no paralice.
Una novela de Stefan Zweig, “La impaciencia del corazón”, recrea muy bien el concepto de angustia relacionado con la dificultad que se nos presenta a todos cuando tenemos que manejar el sufrimiento de otro ser humano. Porque muchas veces son los profesionales los que tratan de taponar la demanda del paciente con una prescripción farmacológica, la solicitud de una prueba o la derivación a un especialista, en realidad, de taponar la propia angustia. Se trata de sostener esta angustia propia para poder gestionar la compasión, soportar la incertidumbre, implicarse sin identificarse, no compararse, no invadir, entender que ponerse en los zapatos del otro no supone andar su camino y así tratar de mantener intacta la propia salud para poder ayudar al otro.
Por tanto, ¿qué es la salud en el siglo XXI? ¿Y la enfermedad? ¿La adicción a la felicidad prediseñada en serie?, por ejemplo. ¿Podríamos separar la salud física de la mental?
Salud es la vida y enfermedad es todo lo demás, así que mejor vivir. Mejor adiccionarse a uno mismo, física y mentalmente. La ciencia de la felicidad no es una ciencia exacta, pero la conciencia de felicidad es la manera objetiva de aprehender lo subjetivo.
En realidad no necesitamos más ciencia de la felicidad (basada en la psicología positiva, que difunde técnicas y lemas para que las personas sean más felices, con frecuencia aprendiendo a bloquear y expulsar de la mente los pensamientos y recuerdos negativos), ni mejor, sino menos o distinta. Menos autoayuda y más heteroayuda, porque nadie se puede ayudar solo. Y hacer crítica a la maximización del bienestar individual engañoso exhibido en las redes.
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