Exactamente hace una semana me encontraba llegando a Madrid para visitar unos días a la familia. Fue el viaje más largo de mi vida: nada más y nada menos que 13 horas. Y todo para un trayecto que, en condiciones normales, sólo requiere entre dos horas y media o, como mucho, tres. Sin escalas. Con escasos retrasos. Salvo por un pequeño detalle...
La mañana amaneció soleada y yo me levanté con nervios. Ocho meses sin ver a la familia son unos cuantos, desde luego muchos más de los que yo había experimentado hasta ahora, y ya había ganas de llegar a casa. Desayunamos con tiempo. Nos desplazamos con tiempo para coger el tren que nos llevaría hasta Munich. Pero el Cocinero Alemán no se dio cuenta de que le faltaba algo tan importante como su cartera, con todos sus documentos dentro... Regresó a su casa, cogió todo lo que necesitaba corriendo y volvió a la estación de tren... para darse cuenta de que el tren que teníamos que coger se había marchado hacía cinco minutos. ¡Pues habrá que esperar!
Una hora después subíamos al siguiente tren que realiza ese trayecto. En un intento de acelerar ligeramente los trámites, intenté organizar el check-in a través del teléfono móvil mientras viajábamos en tren. Internet no funcionaba. Normal, teniendo en cuenta que estábamos en Alemania, y mi conexión de datos sólo me suele servir en Austria. Lo intenté. Incluso traté de llamar por teléfono para que una persona me hiciera el trámite delante del ordenador de su casa, pero no hubo manera...
Llegamos al aeropuerto corriendo, y en nuestra carrera vimos que los mostradores de facturación ya estaban cerrados. ¡No podía creérmelo! ¡Estábamos ya allí y no íbamos a poder embarcar! Un hombre bastante desagradable se negó a abrirnos la puerta. Nos dijo que llegábamos 15 minutos tarde para efectuar el check-in y que las puertas del avión ya estaban cerradas. Lloré. Lloré como una tonta pensando que me iba a quedar sin ver a mi familia. Tras varios ruegos por mi parte se dignó a llamar a no sé quién, para negarnos nuevamente la posibilidad de admitirnos en ese vuelo. Que, por cierto, aún no estaba embarcando, por lo que quiero creer que lo que estaban cerrando eran las puertas de la bodega, cosa que ni se dignó a explicarnos.
Y allí nos quedamos, a las puertas de todo. Tuvimos que cambiar los billetes de avión, pagando una enorme diferencia con respecto al precio de nuestro billete, y nos hicieron hueco en el siguiente vuelo, el de media tarde. Esperamos en el aeropuerto una eternidad, fuimos y vinimos, comimos aquí y compramos revistas allá. Pero, cuando se abrió el mostrador para proceder al embarque, allí estábamos, de los primeros.
Conseguimos volar a Madrid. El vuelo embarcó con retraso, o al menos no a la hora especificada en la tarjeta de embarque. El vuelo despegó con retraso. Y el vuelo aterrizó en Madrid muy muy justo, yo diría que incluso con un ligero retraso, aunque eso no se confirmó en ningún sitio.
¿Qué conclusión saco yo de todo esto? Después de lo que pareció una infinidad de meses y de muchas más horas de las debidas de espera en el aeropuerto, lo que me ha quedado claro es que hay trabajadores de aeropuertos con muy poca amabilidad y que de aquí en adelante me compensará pagar seguros de cancelación o de modificación de vuelos, por si las moscas.
Al margen de la mala sensación que se le queda a una después de una experiencia como esta, la parte positiva es que por fin volví a casa y por fin he vuelto a ver a mi gente, a pasear por los sitios de toda la vida y a comer todo lo que llevaba siglos sin comer. Así que, sólo por eso, merece la pena el retraso, el dinero y lo que haga falta.