Las desigualdades sociales entre dominantes y dominados, formaban parte del ideario colectivo de los tiempos de Lepanto
l aula divina, como así rezaba en el rótulo de la puerta, estaba situada a escasos metros de la cantina. En sus paredes colgaban, como gotas de cristal, los grandes de la literatura. Cervantes, Quevedo, Góngora y Rosalía oían, con atención, el eco de sus poemas en los intramuros de Orihuela. Aquella tarde de enero, de los tiempos feilpistas, las coplas de Manrique inundaban de tristeza los surcos de Rocío. Recuerdo como don Antonio – "El Divino"- , leía en voz alta a los clásicos, mientras nosotros – sus pupilos – subrayábamos como súbditos los renglones que él decía. Me gustaba, y así se lo hacía saber a Clara -compañera de pupitre -, el esfuerzo que él hacía para que comprendiéramos el mundo, a través de la poesía. Sus clases eran como una ventana abierta a los paisajes de Galdós y los carruajes del Buscón. Eran, decía, como una vitamina previa para afrontar con entereza las clases del "Caramuela", el "profe" de mates.
Recuerdo que don Antonio nos impartía la literatura de segundo y la optativa de tercero. En sendos cursos, de mediados de los noventa, tuvimos que leer por, "¡imperativo divino!", al Quijote de Saavedra. Dos "libracos" – como dirían hoy, algunos de mis alumnos-, necesarios para conseguir el ansiado aprobado. Para examinarnos del cometido, don Antonio, nos sentaba con un bolígrafo azul y un folio blanco en columnas separadas. "A partir de ahora – nos decía con voz grave y enfadada – ¡nadie puede hablar hasta que finalice el examen!". Después de varios segundos de silencio sepulcral, nos leía dos fragmentos aleatorios de la obra encomendada. Nosotros teníamos que escribir, con "nuestras propias palabras", a qué parte del libro correspondían tales lecturas. Ubicar el fragmento leído en la obra de Cervantes era la prueba del algodón para demostrarle que: el Quijote había sido leído. Sin prueba mediante la asignatura del "Divino" cabalgaba a sus anchas hasta los prados de septiembre.
Gracias a este profesor de las aulas mediterráneas, leí – por obligación – al Quijote de Cervantes. Después de tres meses de lecturas y noches en vela, comprendí que esta joya de la literatura era algo más que un "loco cabalgando contra vientos y mareas". Me di cuenta que detrás de aquella prosa se escondían cientos de mensajes necesarios para la vida. A través de su lectura desperté de mi letargo. Supe, verdad de las grandes, que a lo largo del camino, unas veces somos Sanchos y otras Caballeros. Me sentí uno más de sus renglones y aprendí a discernir entre sentimientos y razones.
Me indignó ver, desde la lejanía de mis gafas, las mismas miserias mundanas que hoy, medio siglo después, reinan en la España merkeliana. Las desigualdades sociales y, sobre todo, las diferencias del lenguaje entre dominantes y dominados ya formaban parte del ideario colectivo de los tiempos de Lepanto.
Gálvez, el profesor de Filosofía, era concejal socialista de un pueblo alicantino. Su pasión por la política nos servía a sus discípulos para saber del pie que cojeaban sus preguntas filosóficas. Recuerdo que durante la primera evaluación estudié, hasta las tripas, el "Mito de la Caverna" y, sin embargo, los cantos de sirena fueron por otros derroteros. En el examen salió, para la sorpresa de algunos, la "Teoría Política de Platón". Ni luces ni sombras, ni prisioneros ni fuegos: ¡La política de Platón! Pero, en Selectividad, la mala suerte nos jugó una mala pasada. Salió, para disgusto colectivo, "El mito de la caverna". Con ello comprendimos que los ideales siempre hay que encuadrarlos en marcos relativos. Al profesor de filosofía de aquellos entonces, recuerdo, se le tenía una consideración distinta a la que se le tiene hoy en día. Saber pensar, nos decía Gálvez, es necesario para la vida. Al fin y al cabo somos: "el producto de nuestras propias decisiones". Las circunstancias de Ortega determinan, cuánta razón tenía, los grados de libertad que nos separan a los unos de los otros. Era Gálvez, mi profe de filosofía, el Platón de los miércoles y el Aristóteles de los viernes.
En sendos curso tuvimos que leer por, "¡imperativo divino!", al Quijote de Saavedra
Hoy, varios lustros después de aquellas "aulas divinas" miro con indignación a la ley que se cocina en las miserias de La Moncloa. La miro, les decía, con los ojos de aquel alumno, con gafas y granos en la cara, que leyó dos veces al Quijote y estudió, como ninguno, el principio de verdad de los tiempos ilustrados. La miro desde la ira que se aposenta, en los recovecos de mi estómago, cada vez que mis alumnos bostezan cuando copian más de dos renglones en el cuaderno de la mañana. ¿Dónde está la Sociedad del Conocimiento que debemos crear para ocupar el lugar que nos merecemos?, ¿cómo queremos despertar en nuestros jóvenes "el espíritu crítico" de los tiempos "divinos", cuando la filosofía de Gálvez es sustituida por las sotanas de siempre?, ¿qué será de los hijos de nuestros hijos cuando les suene a chino el Quijote y no sean conscientes que: pensar es necesario para tomar con acierto las decisiones de la vida? La escuela, cuánta razón tenían los críticos, es un aparato que reproduce los males del capitalismo. Una maquinaria más al servicio de los dominantes para que los dominados no vean más allá de las máscaras que envuelven la mentira educativa.
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