Siempre tuve mi propia política al respecto: leer era algo así como respirar. Necesario, a veces costoso, pero vital igualmente.
Ya en mi mozalbeta infancia, jamás entendí por qué mis compañeros no leían por gusto y sin disgusto. Los libros me hacían olvidarme de todo y más; dosificaban vidas ajenas en frascos pequeños para que mi pequeña existencia cobrase un sentido omnisciente y se emocionase más que de costumbre.
Con los años, aprendí que aquello de “no tengo tiempo para libros” no era cierto; siempre hay tiempo para todo lo que quieres, ¿o me equivoco? Por eso, escribo esto. Mi mente se puso en huelga hace tiempo ante esta política de lectura necesariamente placentera y me da vergüenza admitir que ya se cuentan por meses la última vez que me terminé uno.
Dios (o tú mism@) sabe que no soy fan de este tipo de alteraciones reivindiqueras, pero hoy me convierto en mi propio piquete lector. Hoy escribo aquí para reivindicar el poder de la lectura y el aire fresco que aporta a nuestra rutina; el bienestar que nos regala y el estrés del que nos libera.
No puedo seguir así, no puedo dejar al azar mi próximo capítulo ni puedo decir ya lo cogeré. Tiene que ser pronto y debe de ser urgente.
De momento, me paso al bando contrario y me veré un capitulillo de esa última serie que tanto me está encantando; las adicciones hay que superarlas, sí, pero mejor cuando haga falta, ¿no?
Sé que será duro volver a la rutina de papel tintado y sin imágenes en movimiento, pero ¿qué remedio?
Tendré que pasar página… ¿y tú?