Revista Cultura y Ocio

Autorretrato (2018)

Publicado el 16 abril 2018 por Molinos @molinos1282

Autorretrato (2018)Te crees especial, diferente, distinguible hasta que te  paras a analizar que el «me recuerdas a alguien» que escuchas, casi siempre, al conocer a alguien, en realidad quiere decir «te pareces a todo el mundo». O cuando tras veinte visitas a los Verdi, la taquillera te sigue pidiendo el DNI porque no recuerda tu cara de la tarde anterior. Tú no le recuerdas que viniste el día anterior y la semana pasada, ni la anterior, ni todos los fines de semana del invierno porque no hace falta violentar a nadie haciéndole creer que tiene mala memoria cuando lo que ocurre es que tienes una cara que se olvida, que no se fija, que se borra, que no deja rastro. 
¿Cómo es tu cara? Empezando desde arriba tienes pelo. Mucho pelo. Ahora mismo, ni largo ni corto, aunque para los fanáticos del pelo largo lo llevas cortísimo y para los radicales del rapado eres Rapunzel. Tienes la sospecha de que tu peluquera, con la que llevas veinte años, quiere dejarte un corte como el que lleva  Yvonne Reyes (antes de ser Yvonne Reyes) en una foto que decora las escaleras de la peluquería. Buena suerte con eso. Te tiñes el pelo de tu color, bueno del color que tenías cuando no eras mayor, ahora es blanco. No te decides a dejártelo blanco por pereza, pero estás a punto de hacerlo. «No lo hagas, parecerás mayor». «¿Y qué?» piensas tú, ya eres mayor. Mary Beard, Jane Goodall, Cruela de Ville, todas son mujeres con el pelo blanco a las que miras con admiración. No las ves y piensas «parecen mayores», las ves y las envidias. Además, si te dejaras el pelo blanco tendrías algo que llamaría la atención, te borrarías menos; una buena mata de pelo como una boya de reconocimiento entre una marea de cabezas de colores. Y, además, sería una buena mata porque tienes buen pelo, muy bueno. «¡Qué buen pelo tienes!» te dijo la madre de tu amiga Olvido, María Ángeles, cuando tenías ocho años, un día que llegasteis a su casa corriendo sudorosas en busca de ya no recuerdas qué. Pusiste tal cara de sorpresa ante ese halago que se vio forzada a explicarte que tenías el pelo grueso, denso, fuerte. Hasta ese día habías creído que todos los pelos eran iguales, salían de la cabeza y crecían. Punto. Te lo dijo durante cuarenta años, cada vez que te veía y no lo has olvidado nunca. Aprendiste aquel día que hay pelos finos, quebradizos, rebeldes, foscos, frágiles, pobres y que a ti, en la lotería de la vida, te tocó un buen pelo. La mayor parte del tiempo no le dedicas ni un solo pensamiento a tu pelo y él parece vivir feliz con tu indiferencia. No sabes qué opinará de hacerle parecer mayor, de mostrar su verdadera edad, quizá se vuelva rebelde. 
Tras un buen rato valorándolo decides que tu cara es redonda, no llega a torta de pan (en realidad no sabes lo que es una torta de pan o que, mejor dicho, solo tienes una ligera idea de cómo deben ser pero nunca has visto ninguna) ni a Luna de Méliès pero es redonda. Jamás colaría como una de esas «caras angulosas» tan de protagonista de novela. A los lados tienes, menos mal, dos orejas que son más pequeñas de lo normal, muy pequeñas. Llevas pendientes, incluso durmiendo, casi siempre los mismos. Unos pequeños de oro blanco que te regalaron cuando cumpliste treinta años. No los has llevado durante catorce años seguidos, claro que no. A veces, cuando te sientes estilosa o con ganas de hacer un esfuerzo, te los cambias según la ropa que lleves: unos rojos, unos azules, otros aros dorados. Lo haces hasta que te cansas de fingir o llega el invierno y se te olvida cambiártelos y casi se te olvida que tienes orejas. 
Tienes una frente standard: ni muy ancha, ni muy estrecha. Talla única. Sin marcas ni cicatrices de viejas heridas de infancia. Siempre fuiste una niña muy prudente y muy miedica: nada de correr riesgos, saltar o tener prisa. No tienes interesantes anécdotas que contar pero a cambio tu frente aparece limpia y a salvo de explicaciones. En su centro, eso sí, se puede ver el cumplimiento de una profecía: «Niña, no puedes estar siempre enfurruñada, te saldrán arrugas». Fuiste una niña enfadada con el mundo y tu abuela te advirtió, ahí están, dos lineas paralelas perfectas justo encima de tu nariz. Frunces el ceño frente al espejo. ¿Sigues haciendo ese gesto cuando te enfadas? Crees que no pero no lo sabes. A los lados de esas arrugas heredadas de la infancia están tus cejas. Arqueadas, de color castaño oscuro, sin canas. «Deberías limpiártelas» te dijeron una vez. Pagarías por ver tu cara de sorpresa al escuchar ese comentario. Lo has intentado un par de veces, frente al espejo, muy seria, con las pinzas en la mano y sin tener mucha idea de los pelos que se supone debes arrancar para limpiar, no sabes qué pelos son los que ensucian. Tras un par de intentos has decidido que no merece la pena esa punzada de dolor al arrancarte un pelo, probablemente el equivocado, y ese amago de lágrima en la esquina de tu ojo. Quizá la gente comente «Madre mía, cómo lleva las cejas de horribles» pero te cuesta creer que alguien preste atención a unas cejas siempre que estas no sean algo espectacular: las de Brézhnev o Blas o no existan. Las cejas, como todo lo verdaderamente importante de la vida, solo se ven cuando no están. 
Tienes los ojos pequeños. Ni almendrados, ni muy redondos, ni muy rasgados. Normales. Durante muchos años creíste que los ojos marrones eran una categoría absoluta y la más abundante en la naturaleza. Ojos marrones sin matices, no había que explicar más. Puede que esta idea simplista del color marrón viniera de tus años de convivencia con el uniforme del colegio que también era marrón y espantoso. ¿Para qué fijarse en el color de tus ojos si ya sabías que eran marrones, que no había sorpresas? Más adelante descubriste que tienes los ojos de color marrón oscuro, casi negro, formando pareja con los de tu hermano Gonzalo. El otro par de hermanos, los del medio, Borja y Elena, comparten un color marrón más claro, más hojas de otoño. Hermanos a pares. 
Casi no tienes pestañas. No sabes si alguna vez las tuviste, espesas y curvadas como las de tus hijas o tus sobrinos, y por el camino las has perdido o siempre fuiste de pestaña escasa. «Ponte postizas, vas a flipar. Te despiertas por la mañana y ¡te ves guapísima!» te comentó una amiga hace un par de meses. Sé sincera: verte no guapa, guapísima nada más levantarte y, sobre todo, aletear tus pestañas te pareció algo muy tentador, emocionante. ¿Cómo será verte guapísima nada más despertar? Quizás lo hagas cuando te dejes el pelo blanco. 
«Patas de gallo» Tú no les ves el parecido con las patas de gallo por ninguna parte pero tienes ya esas arrugas a los lados de los ojos que la gente se empeña en llamar así. Te pasa lo mismo con el tejido «pico de gallo», eres incapaz de ver un pico de gallo en el entramado de esa tela. «No entornes los ojos que se hacen arrugas» A ti te gustan esas arrugas, te hacen reír, parecen decir que has mirado mucho intentando ver cuanto más mejor o que, estás perdiendo vista y achinas los ojos. Cuando no duermes tienes bolsas bajo los párpados. Romboidales si estás muy cansada y más circulares cuando sólo te faltan un par de horas de sueño. En vacaciones desaparecen. A veces te asusta su presencia y piensas que si creyeras en las cremas de contorno de ojos y, sobre todo, si las usaras te podrías librar de ellas. 
Mofletes. Tienes mofletes. Ni pómulos ni mejillas. Mofletes redondos, pellizcables, achucharles cuando te ríes, cuando estás contenta. Ya no tienes edad, hace mucho que dejaste de tenerla, para que nadie te pellizque los mofletes pero que alguien pruebe a pellizcar unos pómulos, no se puede. Los pómulos son distinguidos y altivos, pinchan. Entre tus mofletes y tu barbilla, cuando sonríes, se forma un romboide casi perfecto. Las aletas de tu nariz forman el vértice superior y la punta de tu mentón el inferior.  A los lados, conectando ambos puntos, dos pliegues ligeramente asimétricos a los que dan sombra tus mofletes. Son asimétricos porque el de la izquierda tiene un surco de más. Un surco, una arruga, que no sabes de dónde sale, no sabes si es una cicatriz o si simplemente ahí sobra más piel o durante mucho tiempo tu sonrisa estuvo desequilibrada. Aprendiste a sonreír hace tan solo cuatro años, en el peor momento de tu vida. Aprendiste a sonreír con naturalidad aunque no tuvieras ningún motivo para ello. Ahora, cuando sonríes lo haces con toda la cara y cruza ese rombo la linea horizontal que forma tu boca. Tus labios son finos, sin personalidad, unos labios funcionales y anodinos, sin interés. A veces, coincidiendo con tus cambios de pendientes te los pintas pero, entonces, te  parece que vas disfrazada. Quizás con la mata de pelo blanco queden mejor... quizás parezcas una vieja diva. O una loca. Detrás de los labios están tus dientes imperfectos formando el frente popular de Judea contra la marea de sonrisas de dientes perfectos que recorre nuestra sociedad. Sonrisas de anuncio, intercambiables, que iluminan la noche. La tuya no es una de esas, es personal, característica, tuya para lo bueno y para lo malo. «¿Vas a arreglarte los dientes antes de la boda?» Jamás olvidarás el día que alguien de sonrisa intercambiable, pelo perfecto y piel perfecta te dijo eso, poco antes de casarte, insinuando que tu diente roto era claramente un defecto. Jamás has pensado arreglártelo. Es una de tus pocas cicatrices de guerra, un recuerdo de aquel día, en el pasillo de 4º de EGB,  en el que creíste que tus amigas y acabaste descubriendo, con la boca clavada en el gres rojo del suelo, que o bien tu pesabas de más o tus amigas tenían fuerza de menos. Te encanta tu diente roto. 
¿Qué más tienes en la cara? Justo en medio una nariz. Ni grande, ni pequeña, ni enorme, ni aguileña, ni respingona ni con personalidad. Es ligeramente redondeada en la punta y con tendencia a desarrollar granos en el momento más inoportuno. Cuando te enfadas abres despliegas las aletas de las narinas como un búfalo a punto de embestir, como queriendo aprehender más aire para atacar con más fuerza. También lo haces cuando tienes la respuesta perfecta en la punta de la lengua y estás disfrutando con antelación el triunfo. 
Si te miras durante mucho tiempo al espejo dejas de reconocerte o, mejor dicho, pareces otra persona. Pero no, eres tú, lo que ocurre es que no te miras, vives con la imagen mental que tienes de ti  y, a veces, no cuadra con lo que ves cuando de verdad te miras. Por eso hoy, te has parado y te has mirado. Para verte. 

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