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Aventuras en remojo: Los gavilanes del estrecho (1953)

Publicado el 30 octubre 2012 por 39escalones

Aventuras en remojo: Los gavilanes del estrecho (1953)

El estrecho es, en este caso, el Canal de la Mancha. El tiempo es el año 1800. Y los gavilanes, en realidad, ni aparecen. Se trata más bien de contrabandistas, marinos expertos en la navegación sigilosa, inadvertida, en embarcaciones que transportan bienes y mercancías ilegales, especialmente coñac para surtir las tabernas de las costas de uno y otro lado, a través de un mar embravecido, helador, neblinoso, sin paso alguno por la aduana francesa o británica, o simples supervivientes de las circunstancias que buscan en el comercio irregular el sustento que se les niega en tierra. Una vez más, el título español de una película pervierte o adorna sin sentido alguno la mención original, Sea devils, algo así como “los demonios del mar”, aunque éste solo sirva de tránsito, y la aventura, más bien poco demoníaca, transcurra en sus elementos esenciales prácticamente en su totalidad en secano.

¡Cuántas cosas caben en el cine del maestro Raoul Walsh! La película, de apenas 90 minutos de duración, ofrece un cóctel que contiene, sin apenas respiro, aventura, romance, carreras de barcos, humor (poquito esta vez), historia, espionaje, traición, intriga, suspense, acción, escaladas por las murallas, huidas nocturnas, tormentas, duelos y peleas, fugas de prisión, tiroteos, persecuciones, drama sentimental, crítica social… Todo, insistimos, en apenas 90 minutos que principian ya con un barco aduanero británico que persigue la embarcación de Gilliatt (Rock Hudson) por las costas de Guernsey, una de las islas de soberanía británica que existen en el Canal de la Mancha, y que sirven de paso obligado -y más en aquel entonces- entre Francia e Inglaterra. Gilliatt se verá envuelto en una intriga política de importantes implicaciones cuando reciba el encargo de llevar a una hermosa joven (Yvonne de Carlo) a Francia, una atractiva hembra que en realidad es una espía inglesa que se hará pasar por una condesa francesa encarcelada en la Torre de Londres para averiguar los detalles de la invasión que Napoleón, como antes Felipe II de Castilla y I de Aragón, y luego Hitler, pretende realizar de las Islas Británicas. La joven, que debe ocultar su verdadera misión para no implicar a Gilliatt, por el que se siente atraída, no puede evitar contrariarle en lo que él cree que es un comportamiento desleal por su parte. Cuando Gilliatt conozca la verdad, no dudará en poner su vida en peligro para rescatar a la muchacha de la difícil situación en la que se encontrará cuando Fouche (Jacques B. Brunius), el famoso jefe de policía de Napoleón (Gérard Oury), sospeche que se trata de una impostora.

Magnífico compendio de tantas cosas, no es una película que se encuentre quizá entre lo mejor del maestro Raoul Walsh, uno de los grandes genios del cine de aventuras, acción y entretenimiento del Hollywood clásico, cineasta norteamericano de ascendencia irlandesa y española, pero sí que sirve de ejemplo para percibir las virtudes narrativas de este genial director, especialmente en su manejo del tiempo narrativo, en el sostenimiento de un ritmo avasallador, trepidante, en el que los consabidos interludios románticos son los únicos descansos en una acción que avanza sin resuello, que ofrece datos, acciones y otras cosas relevantes en cada secuencia, en prácticamente cada fotograma y que, aunque transite por lugares comunes y resulte previsible en su desarrollo y conclusión, nunca resulta gratuito, banal o desgastado.En esta ocasión, por encima de la aventura predomina el clima de secretismo y misterio que conllevan las operaciones de espionaje internacional, cargadas de romanticismo en este caso, ganando las secuencias que transcurren en espacios cerrados (el palacio francés, la casona del responsable de la aduana inglesa en Guernsey, las tabernas, los camarotes de los barcos) a las grandes escenas marítimas en espacios abiertos que se suponen propias de una película de aventuras con marinos como protagonistas, con el uso de luces y sombras de la marca RKO -coproductora del filme junto con otras empresas americanas y británicas- a pesar del Technicolor -este sí un poco anticuado ya visto hoy- sirviendo de contraste y de amenaza permanente a los avatares de los protagonistas. Varias secuencias resultan estimables, como la del secuestro nocturno, la persecución y la huida de la paloma mensajera, el juego de astucias de Fouche, la falsa condesa y su anciano vecino conspirador o el combate nocturno en la taberna que precede a la resolución del drama. En cambio, se echa de menos un mayor desarrollo de las escenas en alta mar, con más protagonismo, más acción y más contenido dramático (excepto por los breves apuntes románticos y el primer choque de personalidades entre Gilliatt y la muchacha, estas escenas son de mera transición), además de una mayor elaboración y construcción de las luchas, las peleas y los tiroteos bajo techo.

Entre todas las secuencias con encanto destacan, desde luego, las protagonizadas por una Yvonne de Carlo en la cima de su hermosura y su plenitud físicas. Luciendo una colección de encantadores vestidos que sugieren más que muestran, Walsh llega a retratarla en su entrada clandestina en palacio con su camisón empapado marcando los contornos de su cuerpo, de noche, entre sombras y luces de velas, un momento tan inquietante y dramático como perturbador. En cuanto a lo estrictamente interpretativo, su papel no exige un gran despliegue dramático, aunque representa correctamente los pequeños matices que lo nutren, tanto en lo romántico como en lo político. Rock Hudson da vida con suficiencia pero sin alardes (vamos, lo habitual en su carrera)  a un tipo que es todo músculos y poco cerebro, entusiasta pero poco inteligente, que enamora y se enamora de la joven al primer encuentro. Ahí radica quizá el principal pero a la trama, esos enamoramientos súbitos al primer vistazo y que a la tercera frase que comparten ya se convierten en un “te quiero”, y que eran tan propios de la época especialmente cuando de concentrar una historia rica y compleja en apenas noventa minutos se trataba (por no mencionar la risa floja que entra ahora viendo a Hudson de galán hetero). El resto del reparto, compuesto por intérpretes británicos y franceses, cumple adecuadamente.

Una cinta disfrutable, de sábado por la tarde, con guión de Borden Chase inspirado en una obra de Victor Hugo, con Raoul Walsh en la dirección y una pareja protagonista, especialmente ella, digna de ser vista en una historia de aventuras, acción, luchas y amores que transcurre en el marco romántico-político de uno de los periodos más convulsos y atractivos de Europa, las guerras napoleónicas. Pocos directores ofrecen tanto a cambio de tan poco. Raoul Walsh es quizá el más grande cineasta en cumplir con esta norma que él convirtió en virtuosismo.


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