
Por Tierra, Mar y Aire. Robert Kaplan.
Marchando una de despliegues, contrainsurgencias y encierros embedded en submarinos y avioncitos. De la mano de un cronista patriota y con exuberante capacidad viajera y atravesando las conspiraciones geopolíticas de todo el mundo, siempre desde el punto de vista de quienes meriendan en todas ellas.
Pero a ver, alto: ¿Que diablos me importan a mí las andanzas de marines yanquis, pilotos y demás ralea vestida de romano moderno? No sé, si uno se lo pasa bien leyendo a YoMeLoGuisoYoMeLoCoMo Heinlein, Scalzi, Reynolds, Hamilton y otros, como no sentir curiosidad por conocer la fuente original, a la madre de todas esas historias que es quien les presta el carácter y los modos: el ejército americano, los gringos del copón. Además, que me pone lo geopolítico un poquillo.
Filtrando y obviando las justificaciones de Robert Kaplan acerca de las bondades del despliegue militar imperial, la verdad es que nos queda un relato de viajes de lo más entretenido y ameno, todo hay que decirlo.
Se mete dentro de un submarino nuclear y atraviesa el Pacífico. Aprendemos que los tripulantes del cacharro son una especie de geeks con tatuajes, pitagorines destacados con un pensamiento espacial en 3d que no veas, capaces de retener en mente posiciones, vectores y estrategias y que se apiñan en espacios reducidos durante semanas, rodeados de lucecitas y pantallas. Se las ven y se las desean para el marcaje de la Armada China, cada vez más numerosa y desvergonzada. En la Guerra Fría, eso sí, se metían en el patio trasero marino de la URSS como Pedro por su casa.
Los pilotos de la Navy son todo lo contrario, machos alfa que no paran de dar por saco a todo quisqui en el portaaviones hasta que por fin despegan y reina la paz. En las Fuerzas Especiales (tierra) reina la camaradería más democrática e informal, propia de grupos pequeños que se infiltran tras las líneas. Son los equivalentes a los Landa y Paco Martinez Soria, originarios de la América rural y casposa y provenientes de la endogamia familiar militar de la clase media.
Luego están los tipos finolis que manejan los B2, los avioncitos invisibles. Solamente hay veinte y son el arma más poderosa del imperio para intimidar a chinos, rusos, coreanos y estados canallas diversos. Pueden entrar y machacar casi impunemente lo que deseen y por el momento no tienen rival, salvo el precio, el que vuelan muy lento y que las cabinas apestan a metal, cabiendo dos pilotos con el culo bien apretado.
En Las Vegas, en casita, tienen unos búnkeres para jugar al War Games pero con daños colaterales y todo. Allí se maneja, a través de imágenes vía satélite en tiempo real, a los Predator, avioncitos sin humano a bordo, capaces de pasarse las horas vigilando una casa desde las alturas, tanto de noche como de día, para freír a quien salga de ella si es preciso. Vienen a paliar la falta de inteligencia humana sobre el terreno, hay que joderse, que es que el árabe no lo habla ni dios entre los hijos de Alabama y así les va. Les va mal, porque vigilar todo un país como Irak desde arriba no te dice nada acerca de las intenciones de quienes deambulan por debajo.
Es un libro fascistón y militarista pero con verguenza de serlo, con matices propios del sentido común de los hombres de acción, desconcertados por ese islamismo internetero capaz de esconderse y desaparecer. Recuerda a lo que ya hemos leído en otros lugares sobre la decadencia de los imperios, cuando estos no pueden pagarse el coste de la hegemonía.
El propio autor lo reconoce a la vista de la pujanza de los países asiáticos y de la imposibilidad de rivalizar en un futuro con las armadas india y china, cada vez con más presupuesto. Porque si solo fuera eso, pero ay, que también están la guerra mundial contra el terrorismo, la carísima presencia militar en Corea, en fin, que a mediados del XXI la espichan y se convertirán en uno más.
Un abrazo desde la sala de control.
