Revista Opinión

Ayer ligué

Publicado el 28 mayo 2014 por @igarro @igarro

Ayer salí.

Todo transcurría en una alarmante naturalidad hasta que decidimos entrar en el último tugurio en el que es posible tomarse una copa sin riesgo de llevarte un navajazo y volverte a casa un bonito neumotórax.

Al dirigirme a la concurrida barra donde la ínclita tabernera servía sus ricos brebajes y tras pedir mi garrafón preferido con cola, ante mi sorpresa, una lozana manceba me sonríe. Atónito, miré detrás de mí para comprobar, envidioso, los atributos masculinos que provocan tal fascinación en una hembra.
Aturdido, al no ver a nadie a mis espaldas, sonreí hecho un manojo de nervios. Mi sonrisa era mitad el gesto que pone uno cuando un tráiler le aplasta un pie y mitad cuando le comunican que ese bulto pequeñito que te ha salido en el pene, (también pequeñito que nos conocemos) y que no le has dado ninguna importancia es cáncer, cáncer terminal. Esa sonrisa. Balbuceé unas tímidas palabras, a las que mi nueva conquista respondió con otra sonrisa. No me lo podía creer, cualquier esbozo de palabra mascullada por mí generaba una sonrisa en la musa que acababa de conocer. Teníais que verla, 175 cm de perfección, generosidad de caderas pero sin caer en la abundancia, bonito escote, ni demasiado tapado ni demasiado grosero, se podía adivinar pero no ver, un cuello precioso que cuando uno lo contempla le entran ganas de invadir Poilonia, unos labios gruesos adornados de una dentadura preciosa, una naricita respingona, ni griega ni hindú sino todo lo contrario, una melena larga y lisa, morena, como el de una diosa romana recién salida de unas termas y tras el pertinente cepillado de su cuero cabelludo por doce esclavas, y unos ojos, que hablaban, sonreían, discutían, pensaban y enamoraban. De color claro, verde de río de pueblo en el que pasaste los veranos de tu infancia.

Tras más de treinta minutos de conversación, de los que no os podría rememorar ni una sola palabra por la excitación del momento, sólo recuerdo sus últimas palabras “¿por qué no nos tomamos la última en tu casa?”. Sí, leéis bien, se abrieron los cielos ante mí. Tras pellizcarme varias veces para cerciorarme de que no estaba en los brazos de Morfeo, nos encaminamos hacía mi humilde morada.

No os quiero aburrir contándoos todos los detalles y tampoco soy un tío al que le guste crear envidias. Solo os diré que fue la mejor paja de mi vida oyendo sus desgarradores gemidos a través de la pared de mi cuarto mientras mi compañero de piso se la follaba como un salvaje.


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