Revista Arte

Bach y Mozart según Cioran

Por Peterpank @castguer

Bach y Mozart según Cioran

La clave de la música de Bach: el anhelo de evadirse del tiempo. La humanidad no ha conocido otro genio que haya presentado con un mayor pathos el drama de la caída en el tiempo y la nostalgia del paraíso perdido. Las evoluciones de su música dan una grandiosa sensación de ascensión en espiral hacia los cielos. Con Bach nos sentimos a las puertas del paraíso; nunca en él. La presión del tiempo y el sufrimiento del hombre caído en el tiempo amplifican la añoranza de mundos puros, pero no nos trasplantan a ellos. El pesar por el paraíso es tan esencial en esta música que uno se pregunta si Bach tuvo alguna vez otros recuerdos que no fueran los del paraíso. Una inmensa e irresistible llamada resuena proféticamente en ella y ¿cuál es el sentido de esa llamada sino sacarnos de este mundo?

Con Bach nos elevamos dramáticamente hacia las alturas. Quien en el éxtasis de esta música no haya sentido lo transitorio de su condición natural y no haya vivido la serie de mundos posibles que se interponen entre el paraíso y nosotros, no entenderá por qué sus tonalidades están constituidas por besos de ángeles.

Lo trascendente tiene en Bach una función tan importante que todo cuanto le es dado vivir al hombre tiene sentido únicamente en relación con su condición en el más allá. No hay nada de natural en esta música trascendente porque no tolera nunca ni las apariencias ni el tiempo.

Bach nos invita a una cruzada para descubrir en el alma humana, más allá de las apariencias, el recuerdo de un mundo divino. ¿Pero acaso ha comprendido al hombre, acaso creyó que con tales emociones podría consolarlo? ¿No se dirige su llamamiento y su consuelo a un mundo de ángeles caídos a quienes la tentación astral del pecado quebró sus alas y los arrojó de allí aquí, donde las cosas nacen y mueren? Una tragedia angélica es toda la música de Bach. El exilio terrenal de los ángeles es su motivo y su sentido oculto. Por eso a Bach sólo podemos entenderlo cuando nos alejamos de nuestra condición humana, cuando vivimos en nuestro primer recuerdo.

Acongojado por la caída en el tiempo, Bach solo vio la eternidad. El pathos de esta visión consiste en representar el proceso de ascensión a la eternidad, y no la eternidad en sí misma. Una música en la que no somos eternos, sino que lo seremos. La eternidad es la ruptura completa del tiempo y la entrada no en otro orden de existencia, sino en un mundo sustancialmente diferente. A la visión cristiana de la discrepancia absoluta entre tiempo y eternidad, Bach le dio un perfil sonoro. La eternidad no es concebida como una infinidad de instantes (hay una eternidad en el tiempo, una totalidad inmanente del devenir), sino como un instante sin centro y sin límites. El paraíso es el instante absoluto, un momento redondeado en sí mismo, en el que todo es actual. La tensión y el dinamismo de esta música vienen determinados por el hecho de tener nosotros que conquistar el paraíso; no queremos que se nos conceda. La intervención divina apenas juega un papel. Bach pide más bien a Dios que nos acoja, no que nos salve. El momento dramático tiene lugar a las puertas del paraíso, en el umbral de la eternidad. La cruzada por el paraíso alcanza aquí su punto culminante en el profundo cristianismo de Bach. La otra vía, la de la revuelta y la del abismo humano, imaginó una cruzada para manumitir al paraíso de la dominación divina…

¿Qué armonías oímos a las puertas del paraíso? ¿Qué es lo que puede oírse solamente allí? Si con Bach lloramos el paraíso, con Mozart estamos en el paraíso. Esta música es realmente paradisíaca. Sus armonías son un baile de luz en la eternidad. De Mozart podemos aprender lo que significa la gracia de la eternidad. Un mundo sin tiempo, sin dolor, sin pecado… Bach nos hablaba de la tragedia de los ángeles; Mozart de la melancolía de los ángeles. La melancolía angélica tejida de serenidad y transparencia, juego de colores.

La evolución en espiral de la música de Bach indica, por ese mismo esquema, una insatisfacción con el mundo, con lo que se nos ha dado, una sed de conquistar una pureza perdida. La espiral no puede ser un esquema de la música paradisíaca porque el paraíso es el límite final de la ascensión; más arriba ya no es posible llegar. A lo sumo, hacia abajo, a la tierra. ¿Existirá también allí pesadumbre por la tierra? Pero eso es demoníaco…

En Mozart, la ondulación significa la apertura receptiva del alma al esplendor paradisíaco. La ondulación es la geometría del paraíso, como la espiral es la geometría de los mundos interpuestos entre la tierra y el paraíso.

¿Se mantuvo Mozart hasta el final de su vida fiel a su visión, fiel al mundo que descubren las ondulaciones de una melancolía del sueño, fiel a su paraíso interior y al del anhelo o al del recuerdo? ¿No nos sentimos a veces inclinados a creer que Mozart nunca estuvo manchado por el pensamiento de la muerte, que nunca estuvo infectado de ponzoñosas tristezas? Aunque en una carta escrita varios años antes de morir confiesa su perfecta intimidad con el pensamiento de la muerte, sin embargo, sería difícil encontrar, en esa época, fuera de la fatiga y de un entusiasmo reprimido, un pensamiento triste que tendiera sus arcos negros por encima de su mundo. Hace mucho se observó que el Réquiem de Mozart, aunque expresa el anhelo de escapar del mundo, sigue conservando un soplo de pureza o una indefinible elusión consoladora en un mundo de color de rosa, que enmascara los sufrimientos de la caída en el mundo.

Y, pese a todo, Mozart no fue consecuente con su sueño inicial. Si bien escribió una música para los ángeles, las alas se le cayeron siempre que no estaba en su música, es decir, en la música de ellos. Así, lo que creó el año de su muerte es una traición. El retorno a su propia condición, el reencuentro con su humanidad, el despertar del sueño de su vida sustituyen esa melancolía trascendente por una tristeza sombría, material, una fúnebre atmósfera de descomposición y de irreparabilidad que, más tarde, en las últimas creaciones de Schubert, encontrarán su dolorosa culminación.

Casi hasta su muerte, Mozart preservó la continuidad de su sueño de juventud. La prueba de la existencia del paraíso por el anhelo de la que hablaba Barrès se renueva justo hasta la traición. De pronto es como si hubiera sido expulsado del paraíso por los siglos de los siglos. Y su caída nos es perceptible por la infinita tristeza y la intimidad con la muerte de sus últimas composiciones. Ha tenido lugar un auténtico salto, una significativa discontinuidad, una ruptura simbólica. El adagio de su último concierto para clarinete y orquesta nos pone de manifiesto un Mozart cambiado; no convertido sino caído; no transfigurado sino vencido. Una música en la que una sutil y etérea melancolía rechazaba la tristeza material y el entusiasmo gracioso excluía la otra cara de la vida, y que, de pronto, se desliza por la pendiente opuesta, donde será irremediablemente vencida. E1 hundimiento del sueño de toda una vida. Aunque formalmente pueda reconocerse todavía al Mozart de antaño, la atmósfera y los reflejos afectivos constituyen una sorpresa extrañísima. La tristeza de las últimas creaciones de Mozart, en especial la sombría atmósfera del concierto para clarinete y orquesta, da la sensación de un deterioro de su elevación espiritual, de un descenso hasta el cero vital y psíquico. Cada tono marca un paso hacia la disolución y aniquilación de nuestra jerarquía espiritual. Arrojamos uno tras otro los velos de nuestra alma, nuestras ilusiones se diluyen y convertimos su transparencia en vacío. La tristeza musical de ese final mozartiano es como un murmullo subterráneo; contenida y, sin saber por qué, cohibida. Cuando se piensa en la patética grandeza de la tristeza musical en la Tercera sinfonía de Beethoven, donde la tristeza cobra unas dimensiones tan enormes que une los mundos, construyendo por encima de ellos una bóveda sonora, otro cielo, entonces el triste final de la obra de Mozart no supera las dimensiones del corazón ni el espacio donde se enmarca el alma. En la tristeza y en la muerte no puede transfigurarse un alma cuya inspiración hizo «carrera» en el paraíso.

Si decimos que el sueño de serenidad, de profundidad en la serenidad, de gracia y de vuelo inmaterial, que toda la sutil y trascendente melancolía que se desprende de su obra, es de tal naturaleza como para hacernos creer que él sorprendió las melodías de otro mundo y se las restituyó, ¿no sería todo eso expresión de un anhelo antes que la realidad espiritual de Mozart?

Este problema, que tantas veces se ha planteado, resulta falso. ¿Puede imaginarse alguien que un hombre no haya vivido su vida entera en el mundo que él mismo ha creado? Nada nos induce a creer que, antes de su caída, Mozart no haya vivido en un mundo de vibraciones puras, en otro mundo. Nadie canta al paraíso porque no lo tiene, sino porque no quiere perderlo.

Los que viven en los estados del segundo Mozart, el de ese breve periodo en que la muerte oscureció las luces y los recuerdos de su paraíso interior, ésos aman apasionadamente la musica paradisíaca de Mozart, hasta el punto de hacer de ello un auténtico «complejo». Y la aman porque mantienen, oculto por tantas decepciones y descalabros en su vida, el mundo de su paraíso interior, ésos mundos que se les revelan durante las infinitas dilataciones del éxtasis. Pues no podemos amar el mundo de Mozart sin encontrarlo en lo más profundo de nuestra alma. Todo el secreto de la desesperanza reside en la antinomia creada entre un fondo mozartiano y las inmensidades negras que aparecen en la vida para asfixiar ese fondo. Hay tantas almas que viven de la muerte de otras, sin saber dónde buscar sus orígenes, sus auroras.

Que Mozart no vivió en nuestro mundo, que no comprendió desde el principio la caída y la muerte, es una estupidez explicarlo por el ambiente rococó donde se desenvolvió. Al contrario, tenemos que decir que existen seres para quienes la individuación no es una maldición, porque se les desvela tardíamente la fatalidad de esa condición. Quienes son conscientes y desgraciados en la conciencia de la individuación, en su contacto con el dolor y la muerte, se transfiguran y aceptan las luces de lo demoníaco. Mozart vivió demasiado tiempo entre armoE. M. Cioran, El libro de las quimeras nías seráficas como para poder seguir explotando esas luces.


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