El mar había ido subiendo sin parar durante los últimos tiempos. Quizás había sido la lluvia, abundante y creadora de vida, que no había cesado ni un instante. También podría haber sido el cambio climático, que había ido elevando el nivel del mar de manera casi imperceptible. Pero no. Simplemente, el mar había crecido, inundando las tierras bajas y convirtiendo las playas en terreno pantanoso. Y todo iba bien y siempre había marea alta. Unos y otros ganaban apostando a que el mar iba a seguir subiendo. Y así lo hizo durante tiempo, hasta que empezó a desbordar esa frontera invisible que separa lo arriesgado de lo suicida y alguien notó que su salvavidas estaba pinchado. Quizás fueron rumores, o quizá certezas, pero a alguien le entró el pánico y gritó “¡Vamos a morir todos!” y el miedo se transmitió a través del agua como la electricidad creando todavía más pánico cuando alguien quitó el tapón del desagüe. Y aquel inmenso mar, que había empezado ya a desbordarse, empezó a bajar de nivel creando un remolino hipnótico que arrastraba todo hacia el fondo.
Daban vueltas los banqueros, sus participaciones preferentes convertidas en papel mojado, irrecuperable. También giraban los empresarios corruptos que primaron el beneficio propio vendiendo humo a precio de oro mientras exprimían los recursos y repartían precariedad. A veces, en su loco girar, chocaban con políticos que cerraron bajo llave sus promesas, que eran eso, promesas, proferidas como dogma en campaña para después, poder en mano, hacer lo contrario amparados en la legitimidad de unos votos violados. “Ha sido la herencia recibida” -vociferaban-, negándose a pagar el impuesto de sucesiones, mientras colocaban a los suyos en puestos estratégicos. También giraban hacia el fondo los prejubilados con cifras millonarias que habían tirado por la borda el dinero del gran casino del trasatlántico que había surcado con soberbia aquel mar y que ahora también se hundía.
La retirada de las aguas, desaparecidos ya el dinero y la vergüenza por el desagüe, dejó a la vista un fondo de pecios oxidados, varados en maltrechos corales, plásticos, juguetes rotos, criaturas abisales medio ciegas que, en el nuevo medio, mutaban a reptiles… En lugar de tesoros, aparecieron miles de millones en activos tóxicos que contaminaban ahora el aire y los balances de caja, con números rojos aquí y allá en un fondo sin fondo. En ese momento, el hedor se hizo insoportable. “Habrá que empezar de nuevo”, se oyó. “No. Todavía es demasiado pronto. La tierra tiene que acabar de secarse”, dijo otro y, a lo lejos, empezó a sonar una canción. – “No hay que perder la esperanza”. -”No”.
