No soy, vaya por delante, nada amante del género literario (dramones “teenager” con el sello de “best seller”) en el que está basado esta película ni tampoco de su equivalente en el cine, pero, cosas de la vida, el juntaletras cinéfilo no siempre tiene la bonita opción de verse el estreno que le salga del alma; especialmente en estas fechas en las que suelen abundar las ofertas de “amor y odio” (romance ligero y acción más ligera aún), uno tiene que ceñirse a las peripecias de la cartelera más que el resto del año. Así las cosas, tras unos saludables ejercicios de relajación intentaré acercarme lo que pueda a la utópica senda de la objetividad.
Bajo la misma estrella contiene elementos más que reconocibles por casi cualquier espectador, por neófito que sea (amor entre dos adolescentes atormentados, dificultades en el camino, lágrima fácil y manipuladora, momentos de oxígeno en forma de comienzo de relación idílica), y al caso le añadimos unos protagonistas predestinados al desastre final: si les comento que se conocen en un grupo de terapia para chicos con cáncer ya sobran las palabras. Añadamos a la coctelera explosiva (“la chica” se define a sí misma como “una granada”) la dificultad que siempre encierra adaptar una novela a la gran pantalla. Suele tratarse de casos, y este no es una excepción, en los que se cae en bajones de ritmo o exceso de lenguaje literario en forma de diálogos inverosímiles en boca de los personajes; ello ocurre en determinados momentos en los que los creadores de la versión en cine se resisten a omitir buenas frases originales que le aportan identidad y apellidos al proyecto, por mucho que descoloque al que sólo vaya al cine, por extraño que parezca, a ver una película y acabe pensando: “¿Pero quién narices habla así en su día a día, y menos con diecisiete años?”. Debemos reconocer, todo sea dicho, que en el caso que nos ocupa los “excesos estilísticos dialogales” son a diferencia de otras hermanas de género una anécdota soportable. También debe mencionarse que a pesar de que se trata de un producto para consumo de “masoquistas llorones”, dicho desde el respeto, el cariño y una pizca de parodia humorística, que nadie se me ofenda, la cinta no se ceba en lo fácil; si bien no podemos decir que se trate de una película vital u optimista/positiva en ningún momento, la tristura gorda cae en la tentación de caminar por derroteros de autocompasión, hecho que es muy de agradecer por motivos varios.
El elenco cabecero formado por Ansel Elgort y Shailene Woodley, que va tomando el gustillo a esto de encarnar papeles salidos de las páginas de libros y se muestra convincente y magnética en las distancias cortas de cámara, son la carta más ganadora de esta apuesta fácil. Los dos sufridores enamorados organizan un viaje a Ámsterdam para conocer al autor de un libro que les ha marcado, y cuando están por allí (siempre interesante una excusa para echar un vistazo a esta estupenda ciudad), resulta que completando el reparto, el escritor en cuestión es, otro aliciente de la cinta, Willem Dafoe en un papel casi de cameo que le queda que ni pintado y que aporta entre otras cosas la frase lapidaria que da título a este artículo.
Cinta en resumidas cuentas bastante predecible, algo por encima de la media, y no apta para aquellos que no gusten de lo obvio cuando se va al cine a ver un drama adolescente, exceptuando que nos equivoquemos de sala o pretendamos dar una falsa imagen al compañero/a de butaca. Sean ustedes mismos, leñe, que acabarán por ser descubiertos...
Dirección: Josh Boone. Título original: The Fault in Our Stars. País: USA. Duración: 126 min. Intérpretes: Shailene Woodley (Hazel Grace Lancaster), Ansel Elgort (Augustus Waters), Willem Dafoe (Peter Van Houten), Nat Wolf (Isaac), Laura Dern (Sra. Lancaster), Sam Trammell (Sr. Lancaster), Mike Birbiglia (Patrick). Guión: Scott Neustadter y Michael H. Weber; basado en la novela “Bajo la misma estrella”, de John Green. Producción: Marty Bowen y Wyck Godfrey. Música: Mike Mogis y Nate Walcott. Fotografía: Ben Richardson. Montaje: Robb Sullivan.