Revista Literatura

Bajo la tierra en flor

Por Agora
(En el año 2006, en Fontanosas, fueron exhumados los cadáveres de siete pastores inocentes que sufrieron la represión feroz de la posguerra civil española. El miedo o el silencio forzoso durante décadas abrieron en la memoria del pueblo una brecha oscura que llegaba hasta la duda sobre el lugar en el que habían sido exactamente enterrados. Al igual que ellos, muchos ciudadanos y pueblos enteros son víctimas a su manera, en el día a día, de la brutalidad inhumana del poder y la codicia, que adopta siempre rostros nuevos y porfía en la desmemoria de todos).

Aunque bajo la tierra

mi amante cuerpo esté,

escríbeme a la tierra,

que yo te escribiré.

Miguel Hernández

Bajo el suelo de esplendente humedad

que puebla el jaramago, bajo su calor terreno,

entre un retoño y otro de salvaje inocencia

se acumulan sin gloria latidos minerales,

los estratos de ira y desperdicio

que petrifica el muladar del tiempo.

Bajo ese suelo idéntico a la inercia

de los días, por donde han pisado fuerte

labriegos y señores y lluvias pasajeras

hasta hacer crecer la vida

con la familiaridad intacta de lo más próximo,

de lo que desde su presencia muda alumbra nuestros pasos;

bajo ese suelo fijo, el suelo estable

de cada generación y cada amanecer

que levanta el canto, hay rostros apilados

como grietas ciegas del dolor secular,

y en su silueta frágil tiemblan voces remotas

sin nombre y sin descanso, gritos en desbandada

que prolongan su desnuda osamenta para volver

de pie, para tornarse en paz

mantillo firme y fértil de nuevos brotes altos.

Igual que en este suelo manchado

por el llanto de un desplome incivil

    Manuel, Francisco, Mateo y Ramón,

Félix, Leoncio y Julián son, como otras muchas,

las caras ocultas del oprobio –,

bajo el cemento armado de nuestra faz civilizada

reposan balbucientes cuerpos desencajados

que van cayendo como escamas al destello triunfal

que desprende el orgullo del progreso,

cuerpos a punto de caer bajo el peso rampante

de las grandes fortunas en bonanza,

cuerpos que ya no son cuerpos sino harapos, cifras

que se descomponen en cascotes famélicos al alba

sobre la misma calle del decoro y la prisa

que expedientan las conciencias felices al pasar.

Igual que en ese suelo, oxigenado ahora

por el viento común del porvenir,

que es la memoria limpia y clara,

cavemos juntos, excavad debajo del alma que habitáis,

airead a fondo ese jardín cercano

que sostiene como un muro nuestro afán más digno,

para que no prospere a oscuras la barbarie.

Desempolvad el miedo y las patrañas

que no dejan respirar con las manos tendidas

hacia un sol de clemencia, a cielo abierto;

desempolvad el hacha del olvido,

para que con la sangre no se lleve

las raíces despiertas que el odio y la mentira

enterraron, enterrarán a fuego en vil delirio.

No regreséis al clamor victorioso

de los que plantan su morada en carne ajena,

de los que sin lavar las llagas propias

revientan en los otros los siglos de sutura.

La verdad colectiva no es esplendor ni villanía,

sino el trabajo anónimo de los hombres honestos,

de quienes callan o pierden

por destino o vergüenza en las refriegas públicas,

de los que mueren y esparcen sus cenizas

a modo de simiente lenta, imperceptible,

que luego va creciendo, igual que aquel almendro en flor

entre los restos de savia adolescente,

hasta reverdecer como la grama,

diminuta y fresca, sobre los ojos mortales

de otro suelo, oreado y poroso.

Maximiliano Hernández Marcos


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