Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
Miguel Hernández
Bajo el suelo de esplendente humedad
que puebla el jaramago, bajo su calor terreno,
entre un retoño y otro de salvaje inocencia
se acumulan sin gloria latidos minerales,
los estratos de ira y desperdicio
que petrifica el muladar del tiempo.
Bajo ese suelo idéntico a la inercia
de los días, por donde han pisado fuerte
labriegos y señores y lluvias pasajeras
hasta hacer crecer la vida
con la familiaridad intacta de lo más próximo,
de lo que desde su presencia muda alumbra nuestros pasos;
bajo ese suelo fijo, el suelo estable
de cada generación y cada amanecer
que levanta el canto, hay rostros apilados
como grietas ciegas del dolor secular,
y en su silueta frágil tiemblan voces remotas
sin nombre y sin descanso, gritos en desbandada
que prolongan su desnuda osamenta para volver
de pie, para tornarse en paz
mantillo firme y fértil de nuevos brotes altos.
Igual que en este suelo manchado
por el llanto de un desplome incivil
– Manuel, Francisco, Mateo y Ramón,
Félix, Leoncio y Julián son, como otras muchas,
las caras ocultas del oprobio –,
bajo el cemento armado de nuestra faz civilizada
reposan balbucientes cuerpos desencajados
que van cayendo como escamas al destello triunfal
que desprende el orgullo del progreso,
cuerpos a punto de caer bajo el peso rampante
de las grandes fortunas en bonanza,
cuerpos que ya no son cuerpos sino harapos, cifras
que se descomponen en cascotes famélicos al alba
sobre la misma calle del decoro y la prisa
que expedientan las conciencias felices al pasar.
Igual que en ese suelo, oxigenado ahora
por el viento común del porvenir,
que es la memoria limpia y clara,
cavemos juntos, excavad debajo del alma que habitáis,
airead a fondo ese jardín cercano
que sostiene como un muro nuestro afán más digno,
para que no prospere a oscuras la barbarie.
Desempolvad el miedo y las patrañas
que no dejan respirar con las manos tendidas
hacia un sol de clemencia, a cielo abierto;
desempolvad el hacha del olvido,
para que con la sangre no se lleve
las raíces despiertas que el odio y la mentira
enterraron, enterrarán a fuego en vil delirio.
No regreséis al clamor victorioso
de los que plantan su morada en carne ajena,
de los que sin lavar las llagas propias
revientan en los otros los siglos de sutura.
La verdad colectiva no es esplendor ni villanía,
sino el trabajo anónimo de los hombres honestos,
de quienes callan o pierden
por destino o vergüenza en las refriegas públicas,
de los que mueren y esparcen sus cenizas
a modo de simiente lenta, imperceptible,
que luego va creciendo, igual que aquel almendro en flor
entre los restos de savia adolescente,
hasta reverdecer como la grama,
diminuta y fresca, sobre los ojos mortales
de otro suelo, oreado y poroso.
Maximiliano Hernández Marcos