Revista Cine

Balada por el hijo desconocido: El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul, Bertrand Tavernier, 1973)

Publicado el 23 mayo 2022 por 39escalones
Balada por el hijo desconocido: El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul, Bertrand Tavernier, 1973)

Un detalle llama la atención antes de afrontar el visionado del debut como director de largometrajes del cineasta francés Bertrand Tavernier: que, en su primera película, un plumilla de Cahiers du Cinéma recurra como coguionistas a los veteranos Jean Aurenche y Pierre Bost, destinatarios en los primeros tiempos de la revista de los dardos de los críticos autodenominados «jóvenes turcos», en particular de los de François Truffaut, por la supuesta artificiosidad y la primacía que en sus trabajos existía de lo literario sobre lo cinematográfico, para adaptar, precisamente, una obra literaria, la novela policíaca de Georges Simenon El relojero de Everton. Poco motivo para los reproches de Truffaut y compañía parece haber, sin embargo, en el guion final coescrito a tres bandas, que, lejos de la literalidad de la novela, registra notables cambios en la historia de este relojero (Philippe Noiret) cuya vida da un vuelco cuando la policía le informa de que su hijo ha cometido un asesinato (con posterioridad, Tavernier se inspiraría en Aurenche para su película SalvoconductoLaissez-passer, 2002-, ambientada en la Continental Films, la compañía alemana que producía películas en la Francia ocupada). De entrada, se traslada la acción a la Lyon natal del cineasta, lo que le permite introducir, además de una geografía reconocible y cotidiana que le resulta cómoda y asequible, ciertos elementos autobiográficos (pasajes concretos, espacios y personajes determinados) que otorgan autenticidad y verosimilitud realista al conjunto. Por otra parte, selecciona un prisma ideológico personal, fruto de la militancia izquierdista del director y del clima político del momento (la resaca de Mayo del 68 y de las desastrosas guerras coloniales francesas), si bien elude cargas las tintas en cuestiones políticas, quedan más bien como telón de fondo relativamente condicionante de la acción. Finalmente, se elimina el personaje de la esposa del relojero, adusta y desagradable, que apenas aporta nada al núcleo central del interés del director por la historia: el traumático descubrimiento por parte de un padre del hecho de que casi no conoce a la persona que hay detrás de la identidad superficial de su hijo, y de la enfermedad, personal y social, o personal como resultado de lo social, que revela este síntoma, la incomunicación.

Así es, no solo en cuanto a la relación padre-hijo, que conviven desde que la madre los abandonara muchos años atrás, pero cuyas vidas transcurren paralelas, ajenas a un verdadero entramado emocional, coincidentes en determinados puntos de la cotidianidad diaria más inmediata por simple inercia, más mecánica que afectiva, pero en el fondo distantes, lo mismo que socialmente los amigos de comidas y cenas, de cafés y copas, que se citan a las mismas horas y en los mismos sitios los mismos días de la semana, son compañía circunstancial y, del mismo modo, en buena parte ignorada, secreta, misteriosa, rutinaria. El costumbrismo un tanto desconcertante (por alejado de lo que pronto va a ser el tema central de la película) que Tavernier refleja al principio de la cinta, la sencillez en las relaciones, el retrato realista de la ciudad de Lyon y de las criaturas que habitan el distrito de Saint-Paul, pronto deja paso a una naturaleza bien distinta de las cosas que late bajo esa percepción limitada de los sentidos y del lugar común diario. Por una parte, el hecho criminal, que rompe una dinámica vital de una placidez casi sepulcral, casi automatizada, y que hace que el relojero, Michel Descombes, observe la vida desde una perspectiva muy distinta, menos tranquilizadora, menos autocomplaciente. Por otra, la convulsión que para él supone la irrupción en su vida de aquello que hasta entonces es mero espectáculo y tema recurrente (y demagógico) de tertulia de café: la política entendida como lucha de trincheras ideológica más allá del bombardeo continuo de propaganda televisiva, radiofónica y escrita, de opiniones y bravuconadas vertidas en el bar junto a una copa de coñac o un vaso de vino. Esto cambia la mirada del relojero Descombes, pero no el tono ni la forma de la película, que se mantiene dentro de esas mismas coordenadas de frialdad y sobria extrañeza que parece ajena a todo lo que ocurre, mera observadora, constatadora, más que parte implicada.

Ni la política ni la intriga criminal alteran la forma ni el fondo del film; estas líneas argumentales corren parejas al sentido último de la narración, el hallazgo por parte del padre de una personalidad ignorada en su hijo y el sentimiento naciente de la necesidad de reencontrarse, de reconciliarse, de reubicarse con él en una nueva realidad íntima reconfigurada, en un nuevo tipo de relación más acorde a lo que ahora ve, a lo que es la normalidad paternofilial desde una perspectiva adulta. En otras palabras, la necesidad de recuperar el tiempo perdido, de recuperar a quien su hijo verdaderamente es bajo ese desconocido con el que convive. La política, a partir del hecho de que la víctima era veterana de las campañas francesas en Argelia e Indochina y del clima social reinante en Lyon, las huelgas, concentraciones, manifestaciones y protestas (también en la empresa de Bernard), está presente a través de la tergiversación intencionada (por la excitación del morbo que a su vez lleva a la audiencia) que los medios de comunicación hacen de los hechos que rodean el caso, y que llegan incluso a salpicar a Michel cuando dos elementos de la extrema derecha atacan su local arrojando piedras contra el escaparate cuando él está dentro, lo que lleva después a una persecución y al ejercicio de la violencia descontrolada contra los agresores (es decir, asimilando a víctimas y verdugos). En lo que respecta a la intriga, a la averiguación policial de lo acontecido y al esclarecimiento de la culpabilidad de los hechos, la evolución de los acontecimientos y la aportación de nuevas circunstancias contribuye decisivamente al descubrimiento paterno de la verdadera naturaleza personal de su hijo, de modo que la perplejidad y el rechazo iniciales, se van transformando en un sentimiento de comprensión, de identificación, incluso de admiración: tal vez la política no sea más que una interesada cortina de humo y la verdad sea mucho más simple, el acoso de un individuo indeseable a una joven expuesta, y la defensa a ultranza que Bernard hace de ella hasta las últimas consecuencias. Es este punto resulta fundamental la figura del comisario (Jean Rochefort), que lejos de limitarse a la relación entre el padre del acusado y el policía que trata de demostrar su responsabilidad en los hechos y en la posibilidad de una condena, se hace profundamente humana, comprensiva, hasta melancólica, siendo el único caso en que realmente parece establecerse una auténtica comunicación entre dos personajes que se entienden aun sin hablar, a través de miradas, gestos y silencios, que son prácticamente un espejo el uno del otro, lo cual, a su vez, abre la puerta a uno de los temas predilectos de Tavernier en esta y otras películas, la relación del individuo con el aparato de Justicia de una sociedad.

Sin embargo, la película deja de lado los códigos convencionales del cine político y del thriller policial para centrar su interés en el aspecto humano y en el tema de la incomunicación, es decir, de la soledad, tratado de manera sutil. El padre, primeramente viéndose forzado a comunicarse con su hijo, finalmente se ve inclinado a ello por propia convicción, por un renacido deseo de tender puentes hacia él y de incorporarlo a su vida como algo más que una presencia habitual y común. Así, para el relojero el crimen y sus motivaciones, los mecanismos policiales y legales y las posibles consecuencias pasan a un segundo plano, y es el nuevo comienzo con su hijo, aun en la distancia, su único interés. Con predominio del tono realista y distante, aunque muy intenso, sobre los códigos del cine policial y sociopolítico, la película se zambulle, en un tono pausado, reflexivo, dando su tiempo a la progresiva fermentación de su sustrato moral con cada espera, con cada diálogo profundo entre relojero y policía, en los torbellinos interiores que llevan a los personajes a dilemas éticos, a posicionamientos morales, al ejercicio de lo que consideran justo, aunque esto conlleve el desafío a la legalidad y el enfrentamiento con los poderes establecidos y su concepto de justicia, a veces ilógica, carente de sentido, y a menudo demasiado inflexible, como el paso del tiempo, de la vida, que miden los relojes que arregla Michel Descombes y que para él, definitivamente, se ha roto.


Volver a la Portada de Logo Paperblog