Entró en la clínica. La enfermera levantó una ceja. Bien afeitado, traje gris, zapatos italianos negros y relucientes, corbata de seda correctamente anudada.—¿Sí?—Buenas tardes. ¿Me podría decir qué pagan por una donación?—60 euros, caballero.—Bien. Quiero que mi nombre no aparezca por ningún lado. Y nada de cuestionarios.
La enfermera, mientras pensaba si el marxismo dialéctico era una alternativa válida, lo acompañó hasta una pequeña habitación blanca.—¡Señorita! ¿Cuántas donaciones se aceptan en un día? —preguntó él antes de que cerraran la puerta.—Una por día. Puede usted volver mañana.—¡Bien! Es que tengo unos compañeros de promoción… Y entre todos podríamos crear un grupo, una asociación de proveedores, no sé si usted me entiende. Y así, unidos, hacer aumentar el pago por las donaciones, y con el tiempo…—¡Oh! Antes de dejarlo solo. Lo olvidaba —cortó la enfermera, sin prestarle atención—, sí necesito un dato. ¿Profesión?—Ah... Promotor inmobiliario, señorita.