Revista Cultura y Ocio
Ayer, cuando salí a comprar el periódico, me crucé con dos chicos en el parque de Battersea que peloteaban en la hierba, vestidos con la camiseta del Barça. Esto es normal en Londres y, por lo que parece, en cualquier parte del mundo. Las zamarras del Barça son, para los jóvenes del mundo, como las del Ajax —y las de Holanda— lo eran para los de mi generación: un signo de aristocracia, una forma de elevación. También se ven de otros equipos, pero pocas: el Real Madrid, pese a su Champions del año pasado, ha descendido en estimación pública, lastrado por la vulgaridad de su juego, la antipatía que inspiran sus héroes —el insufrible Ronaldo, el mordoriano Mou— y la evidencia de que su proyecto no es futbolístico, sino empresarial: el inefable Flo —el constructor, no el cómico, aunque a veces se confundan— ha hecho de la otrora noble casa blanca un rascacielos sin alma. Cuando vi ayer a aquel par de niños jugando al fútbol en el parque con la camiseta del Barcelona, pensé en mis propias camisetas, de tela, sin brillo, llenas de agujeros, pero dotadas de un aura sobrenatural, que yo llevaba, a su edad, en los partidillos del colegio y las pachangas callejeras. (Eso fue, claro, antes de descubrir lo malo que era con el balón en los pies: por eso me hice —o, mejor, me hicieron— portero). Eran los años de hierro del FC Barcelona: los setenta, en los que el club estaba ya lejos de los éxitos europeos, protagonizados por Kubala y sus húngaros magníficos —Kocsis, Czibor—, y apenas sobrevivía en la competición española a base de Copas del Generalísimo (y aquella Liga del 1974, tras el legendario 0-5 del Bernabéu). Mucha gente no ha llegado a conocer o se ha olvidado de aquellas temporadas grises, amenizadas por algún fichaje pintoresco —un oriundo padre de doce hijos en tres continentes distintos, o un mirlo blanco que prefería volar de noche, por las boîtes (así se llamaban entonces las discotecas) de Castelldefels, que sobre la hierba del Camp Nou—, por algún arbitraje perverso (ah, Guruceta, cuánto te añoramos), y salvadas, en último término, por un triunfo contra el Real Madrid, o por haber aplastado al Español —aunque eso no tenía demasiado mérito: al Español se le aplastaba casi siempre—, o por la conquista de alguna competición veraniega. Hoy los éxitos se dan por descontados, gracias a Cruyff, que transformó, como jugador y después como entrenador, el estilo y la arquitectura del club; a Guardiola, que prosiguió su obra y cuajó un proyecto coherente; y al Mesías Messi, a cuyo alrededor se disponen los doce discípulos: los otros diez jugadores, el entrenador y el utillero. Pero durante muchos años, el Barça fue solo un equipo resistente, que contemplaba, desde lejos, y con indecible pesar, las victorias nacionales y europeas del Madrid. Los aficionados se consolaban pensando que esos triunfos se debían, en gran parte, si no completamente, a la ayuda que el Régimen prestaba al club, con latrocinios de diversa índole —el de Di Stefano y el de Guruceta— u oportunísimas recalificaciones —que, por cierto, también los gobiernos democráticos del PP han aprobado cuando el club blanco necesitaba un empujoncito económico—, y todo eso conectaba con una historia de discriminación del Barcelona, cuyo momento álgido había sido el asesinato del presidente Josep Suñol i Garriga por las tropas franquistas en 1936. Fuese como fuese, el Barcelona era, en mi niñez, un equipo descosido y melancólico, cuyos mejores jugadores se desgastaban en una brega casi siempre infructuosa. Recuerdo, por ejemplo, a Rexac, cuya estampa arácnida no le impedía regalar el balón a los pies del compañero, a treinta metros de distancia, o dejar sentado, con un recorte inverosímil, a un fornido defensor. Rexac es el único jugador del Barça que he conocido —con la excepción, quizá, del argentino Riquelme, otro cansino maravilloso— capaz de despertarse de una siesta y meter un gol olímpico. A Rexac, sin embargo, se le reprochaba su falta de combatividad. Y era cierto: no le gustaba pegarse, ni, sobre todo, que le pegaran. Yo lo entiendo: la vida es demasiado corta para cansarse corriendo o para que te rompan los tobillos. Recuerdo un partido contra el Real Madrid en el que Rexac recibió la pelota a la salida de un córner y vio cómo Benito —aquel central que impetraba el favor de la Virgen de los Desamparados (los Desamparados eran los otros) antes de salir al campo, que salía a él como un victorino, y que se pasaba después los noventa minutos rebanando piernas como quien trincha solomillos— empezaba a correr hacia él. Charly no lo dudó: le pasó el balón. Pero Reixac también fue uno de los héroes de Basilea, en 1979, cuando el Barça ganó la Recopa de Europa, el primer triunfo continental del equipo muchos años después de las celebradas Copas de Ferias. No he olvidado el trepidante partido, que acabó 4 a 3, ni el desfile de autocares con culés enfervorizados que volvían de Suiza y que llegaban al Camp Nou por la Travessera de las Corts, donde estaba mi colegio: los saludábamos con el puño en alto, como si hubiéramos conquistado la Luna. Luego, en los Estados Unidos, donde viví al año siguiente, me sorprendió volver a ver el partido retransmitido por televisión: había sido un éxito rotundo, del que hasta los países poco dados al fútbol se hacían eco. Las cosas han cambiado mucho, para bien. Aunque debo admitir que ya no siento las victorias del equipo con la misma pasión. Y no solo porque me haya acostumbrado a ellas (nadie, no obstante, se acostumbra nunca a las victorias, como nadie se se acostumbra jamás al calor: siempre queremos más éxitos y menos temperatura), sino porque mi gusto por el fútbol se ha moderado, y no descarto que llegue a desaparecer. Es, supongo, una consecuencia de la edad: conforme uno cumple años, se siente más desligado de cuanto lo vincula a la existencia de la comunidad. El fútbol es un nexo privilegiado con la tribu: te inserta en ella, te otorga su protección, comparte contigo sus inquinas y sus éxtasis. Y también una potentísima máquina de inmortalidad: ser de un club te garantiza que seguirás existiendo mientras exista ese club (como vio con claridad aquel fan del Sevilla que se hizo incinerar y depositar en una urna, para que su hijo pudiera llevarlo a ver los partidos desde un asiento cuyo abono no dejó de pagar). La madurez y luego, ¡ay!, la vejez te revelan el engaño de este discurso, un trampantojo de la sociedad para mantener anestesiados a sus miembros. La realidad se impone entonces con desmitificadora crudeza: el fútbol es solo un ejercicio simbólico de la violencia, una catarsis colectiva, y también un negocio astronómico del que los aficionados son mantenedores y solo remotísimos e inmateriales beneficiarios. Ayer, cuando Xavi levantaba la Copa, rodeado por todo el equipo, y lanzaba un aullido de júbilo, yo pensé en los neandertales que levantaban las cabezas cortadas de sus enemigos, o del ciervo que hubieran cazado, en señal de triunfo y, sobre todo, de supervivencia. (Aunque también debo confesar que me parece mucho más neolítico el rostro de Sergio Ramos en esas mismas circunstancias, a quien, además, se le habría caído la copa de las manos). Mi relación con el fútbol se ha enfriado, desde luego. Sin embargo, la huella indeleble de la infancia —de mi padre, predicándome las maravillas de un equipo que era, como definiría memorablemente Manuel Vázquez Montalbán, el ejército desarmado de Cataluña— sigue ahí: ayer vi el partido, di saltos con los goles azulgranas, maldije el de Morata (madridista tenía que ser...), superé el dolor de cabeza que me había levantado la tensión del encuentro, y me acosté, reconfortado por la victoria, como después de un orgasmo. Ya en la cama, pensé: "Eres imbécil". Lo había sido, ciertamente; lo soy. ¿Pero quién es capaz de liberarse de esa losa? ¿Quién puede despojarse para siempre de aquella camiseta de tela, sin brillo, llena de agujeros, que nos enfundábamos, aunque fuésemos regordetes y acentuara nuestras lorzas, para creernos, por un rato, Cruyff, Rexac o Neeskens? ¿Quién supera alguna vez los sueños de su niñez?