Revista Cultura y Ocio

Barcos sin ambición

Publicado el 27 enero 2010 por Felipe Santos

Confiesa Álex Rigola que le hubiese gustado ubicar este holandés errante en el espacio, al estilo de 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), o en un garito hampón de las violentas y sórdidas calles de Ciudad Juárez, pero se encontró una y otra vez con que la música se resistía y le enviaba de vuelta al mar, a esa sempiterna resaca de aguas inquietantes que emergen de la partitura. Al final, se decidió a ubicar la acción en la misma Noruega donde se sitúa esta ópera estrenada en 1843, pero esta vez en nuestro siglo. “Me atraía su sencillez. Al ser mi primer proyecto operístico quería contar con un espacio bien acotado, con pocos personajes y bien definidos. En ningún momento he querido proponer un espectáculo rupturista en una primera experiencia que debía tener dimensiones manejables para mí”.

Barcos sin ambición
Anja Kampe, como Senta, en esta producción de Álex Rigola

Si al Richard Wagner de entonces alguien hubiera osado definir así lo que salió de aquel piano de alquiler durante siete semanas en un frío apartamento de París, con toda seguridad le habría retirado el saludo de forma indefinida, tal y como hizo con bastantes de sus contemporáneos. Y es que precisamente lo que empujó a aquel taciturno compositor alemán a componer esta obra en medio de las más duras condiciones de vida fue su ansia de ambición, su compromiso total en la creación de una obra de arte que siempre debía ser excepcional. El holandés errante iba a ser el primer ensayo de un camino donde la constante reinvención llegaría a ser la tónica habitual.

Álex Rigola, que tiene demostrado su talento como director teatral, no se ha conducido con la misma ambición que el compositor en su primer intento operístico. Es una lección aprendida para un próximo proyecto. No puedes enfrentarte a una ópera con menos ambición que el creador de la música cuando quieres guiar el barco de la escena por pentagramas surgidos de la explosión del genio, del deseo de conquista de lo sublime al precio que sea. De esta manera, la idea de situar la acción en el entorno realista, “actualizado”, de una fábrica de conservas naufraga sin remisión si ignora la parte mágica, irracional, espiritual que está presente en todas las óperas de Wagner. La voluptuosidad de la música acaba engullendo una propuesta que parte de una idea interesante pero que tan sólo se ciñe a la dimensión real de unas páginas que al menos navegan entre tres mares: el fantasmagórico y espectral del holandés, el espiritual y esperanzador de Senta, y el realista y material de Daland y los habitantes de Sandwike.

Confiesa Álex Rigola que los de El holandés errante “son personajes destinados a la tragedia por querer lo imposible, lo ilusorio, cuando podrían habitar confortablemente en su realidad. Es cierto que a veces es necesario apuntar alto, pero no al infinito”. Lo desplegado en el escenario obedece con obstinación a esta idea: al despojamiento de la complejidad de los personajes, a la banalización de todo aquello que no sea lo realista y material. Quizá por ello el personaje de Daland, cantado por Hans-Peter König, aparece como uno de los mejor armados. Sin embargo, la Senta de Anja Kampe causa cierta sensación de patetismo a la hora de cantar su balada, que suena algo abrupta y deslavazada. Ya lo advirtió en su día el propio Wagner con respecto a este personaje “¡No dejéis que el lado soñador de su naturaleza sea entendido en el sentido del moderno y enfermizo sentimentalismo!”. Johan Reuter, el fantasmal holandés, termina por desdibujarse en una producción que cuestiona de raíz su mera existencia como personaje. Jesús López Cobos, sin embargo, supo llevar a la orquesta buena parte de las intenciones de la partitura; desde la violencia del mar hasta el lirismo del dúo del segundo acto, que no acabó de entrar por los ojos pero sí por los oídos. El coro se mostró muy concentrado en lo escénico y cantó con contundencia, a veces en exceso, hasta rozar la estridencia.

Modernizar la ópera es algo más que situarla en el tiempo presente. Referentes no faltan en la creación escénica y cinematográfica de hoy. Si a Álex Rigola no le funcionaban Kubrick o Ciudad Juárez, bien podría haberse dado una vuelta por Rompiendo las olas (Lars Von Trier, 1996), la desgarradora historia de Bess, una chica escocesa que se casa con un extranjero, trabajador en una plataforma petrolífera en medio del mar, y que lleva su amor irracional, puro, hasta el límite del sacrificio. En efecto, un salto en el vacío, como el de Senta al final de esta ópera. Al fin y al cabo, como escribió Nietzsche, “siempre hay un poco de locura en el amor, pero también hay un poco de razón en la locura”.

Der fliegende Holländer. Música de Richard Wagner. Libreto basado en una obra de Heinrich Heine. Int.: Johan Reuter, Hans-Peter König, Anja Kampe, Stephen Gould, Nadine Weissmann, Vicente Ombuena. Dir. esc.: Álex Rigola. Coro Intermezzo. Orquesta Titular del Teatro Real. Dir. mús.: Jesús López Cobos. Nueva producción del Teatro Real y Gran Teatre del Liceu. Madrid, hasta el 28 de enero.

Foto: Javier del Real

Artículo publicado en Comunicación Cultural, el blog del portal cultural Dosdoce


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