Revista Arte

La gran ironía

Por Felipe Santos
La gran ironía

Tener a Brahms y a Bruckner en el mismo programa no deja de ser una de esas ironías que el destino tiene preparadas para dos compositores que en vida vieron como sus obras se enfrentaban obligadas por los críticos de la época, como el conocido y temible Eduard Hanslick, que firmaba sus diatribas desde la atalaya del Neue Freie Presse. El director Christian Thielemann lo ha hecho posible en este Festival de Salzburgo tratando de unir dos compositores magistrales en una estética crepuscular, casi de oratorio musical.

Johannes Brahms compuso la Rapsodia para contralto, op. 53 como regalo de bodas de Julie Schumann, la hija de Robert y Clara, que había decidido casarse con joven italiano. El tono apesadumbrado e implorante de la composición no parece concordar con lo que se esperaría como regalo de bodas, a menos que el compositor quisiera enviar un mensaje a la joven novia. A Anton Bruckner no le gustaron menos las mujeres jóvenes e incluso llegó a pedir matrimonio a no pocas de ellas, para sorpresa de unos padres que no podían creer lo serio de la propuesta.

La obra de Brahms comienza en do menor, con una introducción llena de misterio y el primero de los versos de Goethe como una daga que pregunta: "¿Quién es el que tan solo camina?". Elina Garanča canta con extraordinario gusto y elegante fraseo un racconto doliente que remata en el adagio del final, ya en modo mayor, empastada con el coro masculino. Una delicia. El primer movimiento de la Sinfonía nº 9 también comienza en modo menor, en re, y se abre a ese fascinante mundo Feierlich, misterioso, como reza en la partitura. Christian Thielemann levantó el edificio sonoro con unos mimbres que se trasladarían al resto de movimientos. Basó sus cimientos en los diferentes discursos de la cuerda, para que sonara nítida y con relieve, con especial atención a los crescendi en los que no dejaba que los planos se superpusieran sino que tendió siempre a equilibrar el plano de los metales con los demás, especialmente las cuerdas, siempre protagonistas. Este efecto creó grandes momentos de belleza en las transiciones y en las salidas de los forte. Tras un hermoso primero, la tensión caería en los dos movimientos posteriores, quizá por la cantidad de ruidos inoportunos que vinieron de la sala en momentos clave de la partitura: un móvil aquí, una tos baritonal allá... una pena que se escuche todo en el Festpielhaus. Aún así, esos últimos compases del tercer movimiento sonaron verdaderamente a los últimos. Thielemann les dio un énfasis especial y aún esperó un poco más de lo normal a bajar las manos una vez que la reverberación se hubo disipado.

Foto: © SF / Marco Borrelli

Publicado por Felipe Santos

La gran ironía

Felipe Santos (Barcelona, 1970) es periodista. Escribe sobre música, teatro y literatura para varias publicaciones culturales. Gran parte de sus colaboraciones pueden encontrarse en el blog "El último remolino". Ver todas las entradas de Felipe Santos


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