Revista Cultura y Ocio

Bartleby, el escribiente

Publicado el 22 enero 2014 por Rubencastillo
Bartleby, el escribiente
Todos escondemos, en mayor o menor medida, un misterio, una sombra, un enigma. Una parte inexplicada que los demás no entienden o no son capaces de asimilar. Y eso puede provocar perplejidades y gestos de desconcierto. Herman Melville (Nueva York, 1819) retrató una de esas nieblas en su novela Bartleby, el escribiente, un texto mítico donde el lector se mueve (como el abogado que lo narra) de asombro en asombro.Estamos en una oficina legal situada en Wall Street, donde conviven cuatro personas: el letrado que la dirige, un empleado llamado Turkey (tan eficaz y tan pulcro por las mañanas como sucio y frenético por las tardes), otro empleado apellidado Nippers (más joven, temperamental y ambicioso) y un chico de los recados que responde al nombre de Ginger Nut. En aquella oficina se copian y se cotejan documentos y se instruyen procedimientos judiciales. Pero la paz se altera cuando llega a la misma un nuevo colaborador: Bartleby. Es un hombre educado, flaco, pulcro y en extremo puntual, que ni siquiera pierde tiempo en los descansos o en las pausas para la comida. No es un hombre alegre (se nos dice que cumple con su trabajo “silenciosa, pálida, mecánicamente”, p.31), pero el abogado está satisfecho con su presencia. Un día, ante una orden directa que recibe para realizar un trabajo, manifiesta que “preferiría no hacerlo”. Y cunde el estupor en el abogado. ¿A qué vienen esas palabras? ¿Es un desafío? ¿Es una muestra de rebeldía laboral? ¿Un signo de holganza? Aunque intenta convencer al empleado para que abandone esa actitud no ve el modo de conseguirlo, lo que resulta aún más enervante (“Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva”, p.40).Con el paso de los días y de las semanas, el abogado va intentando comprender la personalidad de Bartleby, ante el que siente una especie de respeto sacro (“Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba”, p.48) y por el que empieza a sentir un intensa compasión (“Parecía solo, absolutamente solo en el universo”, p.62), llegando a conclusiones asombrosas.Con este relato, donde se ponen a prueba los nervios de los protagonistas pero también los del lector (quien se ve involucrado en la atmósfera de rareza que irradia Bartleby), Herman Melville consiguió una novela moderna, simbólica y llena de lecturas, que Jorge Luis Borges tradujo con la elegancia acostumbrada. Una delicia para la tarde de un domingo.

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