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Siempre me hace mucha ilusión viajar a Barcelona. Y más, si lo hago sin niños. Tengo la sensación de haber adelgazado. Y no es así. Simplemente he dejado mis mochilas en casa y esto me hace ir mucho más ligera. Dispongo de tres días para mi sola y no los voy a desaprovechar. A parte de la familia, visita obligada. Tengo la agenda completamente organizada. Empiezo por una amiga que acaba de ser madre.
—¿Los echas de menos? —¿A quién? —A los niños. —Pues la verdad: No.
Como en casa de mi amiga. Charlamos. Reímos. Y hasta lloramos un poquito. Hasta dentro de unas horas no tengo mi siguiente cita. Esta noche he quedado con unos amigos para cenar. Aprovecho las horas que tengo libres para deambular un poco por la ciudad. Sola. Me encanta pasear. Sola.
Quiero ir a la FNAC, me apetece mirar algo de ropa y tengo que pasar por la tienda de fotos a buscar material para el Kalvo. Para variar. Entro y bajo a la planta subterránea. Cuando la dependienta me ve entrar, me saluda. He venido tantas veces que ya somos casi amigas.
—¿Qué tal todo? —Bien. —¿Y tú? —No me quejo. ¿Qué te pongo? —Cinco carretes T-MAX de 400, papel Dina3 brillante y una botella de TETENAL. —Ok. Aquí está todo. —Gracias. —¿Cuándo vuelves? —Por navidad. —Que tengas buen viaje. —Gracias. Adiós. —Adiós.
Recojo el material en la planta superior. Pesa como un burro. Pago en caja y le pido a la chica si puedo dejar aquí el paquete. No suelen hacerlo pero comprueba el peso, se apiada de mí y me lo guarda en un rincón. Vuelvo a salir a la calle. Hace un sol de cojones. Y cuando sólo llevo cinco minutos andando me invade la misma sensación de siempre. Melancolía. Barcelona es tan bonita. Me fijo en las calles. Todas tan limpias. Y en los coches. Todos tan correctos. Y en los árboles. Las baldosas. Los escaparates de las tiendas. No me extraña que a los extranjeros les encante esta ciudad. Parece un decorado de película.
Que guapos son todos. Y que modernos. En Tánger nunca me pasa. Nunca veo a nadie, ni hombre ni mujer, que me haga girar la cabeza. Todo es marrón. Gris. Negro. O de un color indefinido pero chungo. Aquí, en cambio, a punto estoy de chocar con una farola en más de una ocasión.
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Entro en la FNAC. Tardo casi dos horas en poder salir pero lo hago con un libro en el bolso que me muero por empezar. El último de David Trueba. Cuadernos de rodaje. Este tío es un crack. Pago. Salgo. Bajo las Ramblas y me meto en los callejones que me llevan al barrio del Borne. Estoy empachada. La acidez me sube por la boca del estómago. Lo tengo claro. Esto no me gusta. Es más, me disgusta. Me molesta. Me irrita. Que angustia vivir así. Siempre preocupado por la imagen. A ver quién es el más original.
El Borne está lleno de restaurantes modernos. Pulquerías alucinantes. Tiendas de diseñadores jóvenes. Boutiques de artesanía y demás. Mires donde mires todo es moderno. Pero todo lo que tiene de bonito, lo tiene de aburrido. Es tan silencioso. Mientras voy andando no puedo evitar pensar que esta ciudad está muerta.
Barcelona tiene muchas cosas que a Tánger le faltan. No hay restaurantes exóticos. Ni tiendas de diseño. No hay cines de autor. Ni librerías especializadas. Los bares tampoco disponen de una carta interminable de gin-tonics. Casi no hacen conciertos y ni hablar de actividades culturales, que brillan por su ausencia.
A pesar de todo, Tánger tiene una vida que en Barcelona hace tiempo que no encuentro. Salir a la calle es abrumador. Hay gente. Ruido. Movimiento. Alegría. Después de tres días en la capital catalana, dos comidas, tres cenas y una borrachera no veo el momento de subir de nuevo al avión y regresar a casa. Porque ahora ésta es mi casa. Tánger es mi hogar. Y me muero por volver.
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