Juana María Rendu nació en 1786, en Confort, Lancrans, Francia. Sus padres Antonio y María eran de clase media, labradores acomodados. En 1789, cuando estalla la Revolución Francesa y los sacerdotes y miembros de la Iglesia refractarios al nuevo orden republicano son perseguidos a muerte la familia Rendu arriesga su vida y bienes acogiendo a algunos sacerdotes y al mismo obispo de Annecy. En este ambiente de persecución, de noche y en el secreto de un sótano, como en las catacumbas, la pequeña Juana María toma la primera comunión. A los 10 años muere su padre y la menor de las hermanas, en un breve lapsus de tiempo. Como es la mayor, deja sus ilusiones de estudiar, para hacerse cargo de dos hermanas pequeñas y ayudar a su madre a sacar la familia adelante.
En 1794, llegada la paz, su madre la envió con las ursulinas Gex, que acogían niñas en un modesto pensionado, a la par que las instruían en labores y oficios, preparándolas para la vida. Allí la jovencita conoce a las Hijas de la Caridad, que si bien durante la revolución Francesa habían sido toleradas por su acción en favor de los pobres, estaban obligadas a vestidas de civil y no podían admitir novicias. En 1800 el Ministro de Interior, Chaptal permitió recibieran miembros en la “asociación”, ante la evidente escasez de enfermeras que padecía Francia. En 1802, el Ministro de Cultos, Portalis, autorizó la restauración de las Hijas de la Caridad como congregación religiosa. Las demás congregaciones femeninas de vida activa tendrían que esperar hasta 1807. En este entorno de dificultades las conoció Juana María, trabajando incansablemente por los enfermos, los pobres y los niños expósitos. Colabora con ellas, visita a los pobres y les lleva consuelo y ayuda de parte de las religiosas.
Así se define su vocación, y en 1802 entra con las Hijas de la Caridad de París. Fue de las primeras en ser admitidas luego de la restauración de la Congregación. En 1803, antes de terminar el noviciado le trasladan al deprimido barrio de Mouffetard, donde profesa con el nombre de Rosalía. Las religiosas tenían varias obras, y Rosalía es destinada a la educación y catequesis de los niños y las visitas a los pobres. Pero poco a poco, además de colaborar, Rosalía va poniendo su sello caritativo y organizador. Es despierta, resolutiva, paciente pero firme, cualidades excelentes para una religiosa que trata diariamente con las miserias y la desesperación humanas.
En 1807, con la total libertad de las Congregaciones religiosas por parte de Napoleón salen a la luz parte de estas miserias humanas: Napoleón, para controlar la actividad de las religiosas, como cosa del Estado, las pone bajo la obediencia del obispo de París, pisoteando al Superior Superior General de los Padres Paúles, hasta el momento superior también de las Hijas de la Caridad. Las monjas se dividen entre ellas. Unas prefieren aceptar la resolución imperial y obedecer al obispo con tal de no padecer otra disolución que podría ser mortal, y otras prefieren abandonar París antes que negarse a traicionar el espíritu y las normas de la Congregación. Entre las primeras se halla Rosalía, que teme la extinción de la Congregación y sobre todo, que los necesitados queden sin protección. La tensión se calma en 1815 con el regreso de los Borbones, que deciden no meterse en esos asuntos, y las religiosas regresan bajo la autoridad del Superior General. Aunque Rosalía había estado entre las "transigentes", fue elegida superiora de la casa. Con el paso de los años a las obras que las Hijas de la Caridad tenían, Rosalía añadirá un horfanato, una escuela, un dispensario, y escuela nocturna para las jóvenes obreras, para las cuales añadieron en breve una guardería matutina. Además, abrió una casa para ancianos abandonados. Se atrae colaboradores, ricos y pobres. Unos aportan dinero, otros brazos y corazón. Se hace rodear de seglares que extienden la obra compasiva según el espíritu de San Vicente de Paúl (27 de septiembre y 26 de abril, traslación de las reliquias), lo que se considera el germen de la Sociedad de San Vicente de Paúl, fundada posteriormente por el Beato Federico Ozanam (8 de septiembre).
En 1830 estalla la "revolución de julio", y Rosalía se prodiga con los necesitados, atiene a los heridos, protege a perseguidos de uno y otro bando, además de mantener las obras iniciadas. Llega incluso a meterse en barricadas y trincheras, para salvar a los heridos que no podían trasladarse. En su casa hallan refugio algunos sublevados y el Comisionado de Policía, de nombre Gicquel manda arrestarla por hacerlo. Los soldados se niegan, conscientes de que la defenderán con las armas si lo creen necesario. Gicquel se entrevista con la Hermana Rosalía. Le pide que le explique como es que las religiosas violan la ley. Ella responde: "Señor Comandante, soy una Hija de la Caridad, y en todas partes ayudo a los desafortunados. Si usted estuviera siendo perseguido, yo le socorrería, se lo aseguro". "Prométalo", dijo él. "No es necesario" – replicó Sor Rosalía – "una Hija de la Caridad no tiene derecho a perder la caridad". Y Gicquel la dejó en paz. Además, se desvivió con los necesitados en las distintas epidemias de cólera 1831, 1849 y 1854. Y no solo por con su persona, sino con solo nombrarla. En 1831, corrió el rumor que los médicos y farmacéuticos propagaban aposta el cólera, para acabar con los pobres. Que era un plan, vamos, para matarlos. Por ello, los ánimos se caldearon contra los doctores, y la desconfianza se acentuaba. Un día llevaba el doctor Royer-Collar un enfermo al hospital desde Mouffetard, cuando un grupo de vecinos quiere detenerlo y lincharlo. "¡Soy uno de los amigos de la Hermana Rosalía!", grita, y como por ensalmo, le dejan tranquilo, incluso le ayudan a llevar al enfermo.
"En esta casa no se mata"
En 1848 estalló otra revolución en la que igualmente, Rosalía se volcó con todos los que padecían. Amigos y enemigos, revolucionarios o conservadores, todos los heridos eran acogidos por ella y las religiosas, llegándose a vivir momentos de tensión, pues en varias ocasiones los heridos de uno u otro bando discutían, peleaban e incluso se amenazaban de muerte. Sucedió el 24 de junio de 1848, cuando unos oficiales fueron rodeados por revolucionarios y huyeron refugiándose en la casa de las Hermanas, y estos pretendieron llevárselos a punta de bayoneta. Pero Sor Rosalía arriesga su vida y les impone su ley: "En esta casa no se mata". Los revolucionarios pretenden sacarlos fuera, las religiosas los rodean y la beata se arrodilla ante el cabecilla de los insurgentes y le dice "En nombre de todo lo que por ustedes, sus esposas e hijos he hecho, te ruego perdones la vida de estos hombres". Los sedientos de odio se desarman, sueltan sus bayonetas y algunos lloran. El que antes quería matar, le dice estupefacto: "¡Pero Hermana, ¿quién eres tú?!" "Señor – fue la respuesta – sólo soy una Hija de la Caridad. Sólo eso".En otra ocasión puso en jaque a un poderoso, en aras de la caridad: en su escuela había una niña que lloraba constantemente porque su padre estaba preso. Sor Rosalía, informada que había sido una injusticia, y el hombre era bueno y trabajador, se propuso liberarle. Y un día en el que el general Cavaignac, que apreciaba a Sor Rosalía, visitaba el colegio, nuestra beata tomó a la niña de la mano, la plantó delante del militar diciéndole "Hija mía, este hombre puede liberar a tu padre, si quisiera". "¡Oh, Señor – dijo la niña – devuélveme a mi padre! Le necesitamos en casa" "Pero él debe haber hecho algo serio", dijo Cavaignac. La niña replicó "¡Oh no! Mamá dice que no, y si lo hizo, no lo hará más, te lo prometo, ¡devuélveme a mi padre y te querré siempre!" Y no hay que decir que a los dos días el obrero estaba libre.
Pero esta temeridad caritativa le trajo una reprimenda por parte de los superiores (que incluso la suspendieron como superiora durante 10 días en 1840), por asistir a los rebeldes opositores del gobierno de Luis Felipe. Tuvo apoyos de María Amalia, esposa de Luis Felipe, y Mme. Villette, la gran amiga de Voltaire, el embajador español Donoso Cortés, entre otros, y ganaba para su causa a la élite parisina, cosa que también le valió críticas de las religiosas, que la acusaban de elitista, aduladora de los poderosos, de gustarle el poder, incluso llegaron a comentar que acudía a fiestas y recepciones. Sus vínculos con el célebre arzobispo de París, Denis Affre, le permitió mediar en los asuntos internos de los padres paúles, lo que le valió rencor continuado del General Nozo. Por todo esto, fue duramente criticada por otras religiosas y no pocos padres paúles, que la consideraban imprudente, rebelde a las normas y demasiado dada a la vida activa, sin dedicar tiempo a la oración. Tal vez porque malentendían su famosa frase "Jamás hago la oración tan bien como en la calle". Palabras metafóricas, pues sus cartas demuestran que toda su actividad apostólica procedía de profunda unión con Dios.
La revolución, mal conducida, llevó a Napoleón III a coronarse en 1851 como “emperador de los franceses”, el cual, en 1852, le concede la “Cruz de la Legión de Honor”, por toda la obra asistencial y apostólica realizada en la paz o en la guerra. En 1854 Napoleón y Eugenia visitaron la guardería y todas sus obras, siendo espléndidos en elogios y donativos.
La Beata Rosalía en medio de los combates.
En 1856, luego de 54 años en Mouffetard, Sor Rosalía muere, y sus funerales en la iglesia de San Medardo, el 9 de febrero, fueron multitudinarios y muy sentidos por los pobres. Se hizo luto oficial y la ciudad lo vivió conmocionada. Tal vez sería la principal manifestación de que ricos y pobres, todos mezclados despidiendo a su santa protectora, avanzaban con el cortejo. Ese mismo año, en la alcaldía de París se pone un busto de bronce en su memoria. En 1857 se publicó la primera “vita”, que obvió toda la infancia y la juventud de Rosalía, de las que se poseen pocos datos. En 1867 se le dedica una calle, y unos años más tarde se edifica en su barrio una iglesia en su memoria y dedicada, como no, a su santa patrona, Santa Rosalía de Palermo (4 de septiembre).
Todos recordaban la memoria de Sor Rosalía. Todos, menos por su superior, el General de los Paúles, que no asistió a los funerales, y gran parte de sus hermanas de hábito, que ni la mencionaban. Tendrían que pasar casi 50 años para que el resentimiento con los métodos y acciones controvertidas, más que con su persona, de la beata fueran puestos en su justo lugar. A principios del siglo XX algunos presbíteros de la Congregación de la Misión escriben artículos sobre ella, comprendiendo su entorno y valorando su obra caritativa. Pero no sería hasta los años 1950 cuando las Hijas de la Caridad rehabilitan su memoria y legado, y solicitan a la arquidiócesis de París la apertura del proceso de canonización. San Juan Pablo II (22 de octubre) la beatificó a 9 de noviembre de 2003.
Fuente:
-“Soeur Rosalie Rendu. Une passion pour les pauvres”. LOUISE SULLIVAN, Archives de sciences sociales des religions. Montreal, 2007.