Revista Religión

Belén de Galilea, ¿la cuna de Jesús? ·

Por Zogoibi @pabloacalvino

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Cuando buscaba “Belén” en internet, me llamaron la atención un par de resultados que hablaban de una curiosa teoría: a saber, que Jesús podría no haber nacido en la famosa Belén de Judea, sino en una mucho más pequeña (y cercana a Nazaret) Belén de Galilea (Beit Lehem Haglilit). Una búsqueda más en profundidad me mostró abundancia de otros resultados, aunque todos parecen llevar hacia el mismo personaje, un arqueólogo judío llamado Aviram Oshri. Así, según la Wikipedia, Belén de Galilea

“se llamó originalmente Belén de Zebulón [...] Descubrimientos arqueológicos del período romano temprano muestran que era una ciudad próspera. A causa de su proximidad a Nazaret, Aviram Oshri, un arqueólogo de la Autoridad de Antigüedades Israelíes, cree que este es el Belén donde Jesús nació.

Mientras, con un excesivo fervor turístico, la web IsraelTraveler.org dice que

“es quizá uno de los lugares más pintorescos de todo Israel [...] un lugar de predominante atmósfera europea, con sus elegantes casas de piedra, los impresionantes tejados de tejas y la amplia calle principal hacia la que todo fluye. Aquí puede uno encontrar Zimmers, un Centro de Visitantes único, restaurantes y cafés, pequeñas tiendas, galerías de arte y un gran semillero de hierbas rico en aromas. Se recomienda visitar la histórica Casa del Pueblo y la impresionante torre redonda de agua en cuyo tope hay un depósito de agua.”

Así que decidí hacerle una visita. Me resultaba curioso este descubrimiento y, puesto que pasaba esos días en Nazaret, no quise perder la oportunidad de pisar la misma tierra que quizá fue donde verdaderamente nació el Salvador.

Esta empresa, sin embargo, no era tan sencilla como parecía sin tener vehículo propio, pese a estar el pueblo sólo a diez kilómetros en línea recta de Nazaret. Para empezar, ninguno de los lugareños a quienes pregunté parecía conocer el lugar, e incluso un hombre que pasaba por allí a diario con su coche nunca había advertido su existencia. Esto me sorprendió un tanto, ya que di por sentado que alrededor de Nazaret todo el mundo estaría familiarizado con la cercana ubicación de una localidad que competía por el honor de, nada menos, haber sido la cuna del hijo de Dios. Pero yo estaba resuelto a ir, y tuve que trazar mi propia ruta. Con el GPS en la mano, cogí primero un autobús que iba hacia Haiffa y le pedí al conductor que me dejara en el cruce con la carretera 7626, desde donde podía intentar ir a dedo o incluso caminar hasta Belén, a sólo cinco quilómetros del cruce. Un joven judío, lo bastante honesto como para admitir que era más fácil hacer dedo en esta región porque los musulmanes son más amables, me acercó con su coche hasta la autovía 77, ya a sólo quilómetro y medio de mi destino. Pero aún no había ni una señal de éste.

Como nota aparte, conviene apuntar que la mayoría de la población en el distrito Norte de Israel, cuya capital es Nazaret, son árabes (70% musulmanes y 30% cristianos, ambos en pacífica coexistencia) que se sometieron a la ocupación israelí de su tierra en el 1948 y que, por tanto, detestan a los judíos tanto como pueden. Durante mi breve estancia en Nazaret pude a veces escuchar palabras de animadversión e incluso de odio, y comprendí por qué mi amiga judía de Jerusalén solía decirme que no era especialmente seguro para ella viajar por algunas partes del país.

De modo que ahí estaba yo, de pie junto a la autovía 77 y tratando de encontrar, con el GPS, mi camino hacia un supuesto hito de importancia universal que, no obstante, no tenía ni un letrero que lo indicase. De hecho, al cabo de unos de cientos de metros de camino, para mi asombro tuve que dejar el asfalto y coger por un camino de tierra que, al parecer, llevaba a esta misteriosa Belén. Al principio, todo lo que pude ver de la villa era una especie de gran invernadero de plástico. A ambos lados del camino había algunos barbechos de pobre tierra y unas estacadas de enclenques olivos con riego por goteo. Al final, llegué hasta una valla cuya puerta cerraba el paso a los vehículos. ¿Un pueblo vallado?, me pregunté.


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Pasada la puerta, el camino era de nuevo pavimentado. Dejé atrás algunas casas dispersas, de construcción más bien contemporánea, que en su mayoría tenían algún perro guardián muy poco amistoso. Pude escuchar a uno de ellos gruñéndome tras los tobillos a lo largo de treinta inacabables pasos… Pero aún no se mostró ni un alma ante mi vista. Más adelante, la calle se bifurcaba y continué andando a lo largo de que, ahora, se me aparecía ya claramente como una urbanización, de estructura muy similar a cualquier vecindario norteamericano: parcela, casa, cochera, jardín, juguetes esparcidos por el césped, buzón sobre un poste, pequeña cancela de paso; y luego otra parcela, y otra… Por fin me crucé con alguna gente: un viejo matrimonio que paseaba al perro, gente sentada a la mesa de su jardín delantero, algún que otro gigante 4×4 por la calle, o un grupo en alegre francachela bajo el árbol de algún vecino. De las voces que escuché, unas hablaban en hebreo y otras en inglés norteamericano; y los niños en unos columpios cercanos eran rubios como querubines. Al contrario de lo que ocurría en Nazaret, aquí nadie me hacía un gesto con la cabeza ni me saludaba, como es frecuente entre la gente rica y estirada. Entonces comprendí la valla y la puerta: se trataba de un asentamiento hostil judío-americano en mitad de un territorio hostil árabe; un puñado de familias adineradas que vivían en casas relativamente caras a tan sólo dos quilómetros de poblaciones musulmanas de clase baja. ¿Y por qué aquí? Dios sabrá, porque hay lugares mucho más bonitos en Israel donde construir un chalet, antes que en esta tierra seca, desnuda y fea. ¿Quizá estén subvencionados por el gobierno israelí como lo están los asentamientos dentro de Palestina?

Sea como sea, tras caminar por toda la urbanización, que tendría un quilómetro de largo, no encontré el menor signo de ruinas antiguas ni de excavaciones arqueológicas, ni un cartel informativo respecto a ese tipo de actividad, o relacionado con el nacimiento de Jesús, o un asentamiento anterior. Y no es necesario que diga que, desde luego, tampoco vi ninguna de las cosas “pintorescas” mencionadas en IsraelTraveler.org: ni la menor atmósfera europea, ni casas de piedra elegantes, ni restaurantes ni cafés, ni galerías de artes, ni nada que fluyera hacia la amplia calle principal… Así que, ¿de qué iba todo eso? ¿Se trataba de un chiste malo?

De vuelta a Nazaret, que corrió a cargo de tres conductores árabes, iba yo meditando. ¿Tal vez había alguna esquina escondida en la urbanización con los restos de las excavaciones que se hubieran hecho? ¿Puede que hubiera ruinas de un asentamiento de hace dos mil años, ya del todo extinguido, yaciendo tres metros bajo el suelo? ¿O acaso esta pretensión sobre el verdadero lugar donde nació Jesús no pasaba de ser la fantasía de un entusiasta judío con demasiado interés en quitarles a los palestinos la relevancia de su Belén? No creo que llegue a saberlo, salvo que en un futuro se reabran las investigaciones al respecto y nos lleguen nuevas noticias en un sentido o en otro. Mientras tanto, permanece la incógnita sobre la autenticidad de este sitio.

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