No se puede calificar de inteligente la belleza de una flor, de un valle o de una tormenta. Pero no hay una sola obra de arte genial que deje de transmitir inteligencia universal en la expresión de su belleza particular. Si en la obra de un artista de talento predomina la opacidad, la confusión o la complejidad, sobre la claridad, la distinción y la sencillez, no en el tema tratado, por oscuro o complejo que sea, sino en el modo de tratarlo, esa obra será, en el mejor de los casos, interesante o bonita, pero nunca bella.
Las bellezas naturales, salidas de los éxitos del azar en la evolución de la materia, expresan la adecuación de las formas individuales a las energías del Universo que determinan los fenómenos catastróficos y los largos procesos de adaptación de las especies al medio ambiente. Las bellezas del arte, debidas al triunfo de la inteligencia intuitiva sobre las rutinas sociales, nacen en cortos procesos de rebeldía individual contra la adaptación de la especie humana a los gustos del medio cultural heredado.
Ambos procesos tienen que ensayar innumerables monstruosidades por cada tipo de belleza que logran. La Naturaleza parece inteligente porque aborta sus deformidades individuales y borra sus huellas, por no ser útiles para la especie, mientras que la modernidad en el arte las cultiva y exhibe, sin importarle el fomento de la torpeza, por ser idóneas para la especulación en el mercado o la promoción estatal de artistas sin talento.
La necesidad de lucidez en la belleza del gran arte no se limita a la literatura o la música, que son géneros insoportables cuando las composiciones de palabras o sonidos carecen de inteligencia en sus expresiones. También afecta a esas artes plásticas, como la escultura, el dibujo y la pintura, que parecen responder a emociones simples que van de corazón a corazón sin pasar por las cabezas, cuando en realidad sus bellezas nacen de los mismos procesos mentales que crearon El Quijote, Hamlet, la Novena Sinfonía o Fausto.
La inteligencia de la belleza artística explica que el gran arte no sea sólo una fuente de placer, sino una de las vías para el conocimiento del mundo, junto a las de la ciencia y la religión. La razón técnica, en la invención de nuevas reglas para el oficio, causa la original claridad del genio. La índole inteligente de las primeras intuiciones crea elegante distinción en sus inspiraciones. El trabajo de eliminación de las huellas del trabajo otorga sencillez a sus terminaciones. Tres frutos de la inteligencia estética.
Después de haber ganado con los maestros del impresionismo la lucidez en los paisajes y las cosas representadas, la pintura europea perdió hace más de medio siglo la lucidez en la expresión de sus representaciones. El experimento y la abstracción la han metido en el callejón sin salida de las novedades que no traen consigo nada nuevo, a no ser la estupidez de lo informe o lo grotesco.
Un artista tan severamente inteligente como Degas buscó sin descanso la inteligencia de la belleza en la exacta visión, desde perspectivas inéditas, de las únicas purezas orgánicas que quedaban intactas en la degenerada vida de la gran ciudad corrompida: la elegancia del caballo anglo-árabe especializado para correr en los hipódromos y la gracia sin par de las bailarinas seleccionadas para la danza clásica. La inteligencia del dibujo era tan patente en sus obras como en las de Leonardo.
La pintura y la escultura de lo informe no son inteligibles ni bellas porque no alcanzan a tener siquiera la belleza de la inteligencia natural. Parecen empeñadas en dar la razón a quienes creen que en las artes plásticas la inteligencia cultivada es un estorbo y que para triunfar en ellas no se necesitan más aptitudes que las imitativas, propias de simios y antropoides. Buena vista, destreza manual y, como explicación, gruñidos inarticulados.