Parece una idea absurda o un contrasentido del lenguaje. Se puede debatir sobre el carácter objetivo o subjetivo de lo bello que nuestros sentidos perciben en casos concretos y particulares. Se puede sostener que la belleza atribuida a todo lo que nos parece bello no tiene otro origen, ni más valor, que el de una convención social. Se puede afirmar incluso que la belleza, como todas las ideas universales, sólo es un nombre que designa un ideal sin existencia, ni posibilidad de existencia, en el mundo de las realidades. Lo que no parece coherente es negar a la belleza, concebida como ideal, convención o realidad, no ya su existencia, sino su propia esencia. Y, sin embargo, ésa es la función histórica que está cumpliendo con éxito arrollador el arte actual.
En la teoría estética, Schopenhauer creó el concepto de lo «bonito negativo» para designar el valor que le merecían las representaciones artísticas de lo repugnante y lo horrible. Con más pretensiones, Paul Valery habló de lo «bello negativo» para indicar la condición negativa de todo lo inefable o indefinible. Pero mi tesis estética sobre la «belleza negativa» no deriva de esos antecedentes filosóficos, sino de la propia historia de la belleza como valor. Una historia que comienza antes que el arte, pues de otro modo a nadie se le habría ocurrido imitar sus manifestaciones naturales.
Hasta el final del romanticismo, la humanidad sólo conoció dos tipos de belleza, la natural y la revelada por los genios del arte. Aquélla procedía de la naturaleza creada por Dios y ésta de la inspiración divina de los autores de obras bellas. Pero la muerte de Dios, anunciada por Zaratrusta, no era sólo un acontecimiento referente a la fe religiosa, sino un designio de aquella modernidad inicial que interpretó el advenimiento de las masas, primero a la política y luego al consumo, como signo de la muerte de Dios y de todas sus excelencias. Entre ellas, la de la belleza.
No era justo que la belleza natural en el cuerpo humano creara tanta desigualdad social. Como sólo se iguala por abajo, la industria de la moda uniformó el aspecto de jóvenes y adultos con un mínimo de tela y un máximo de aparente sexualidad. La elegancia pasó a ser una antigualla.
Esteticistas y cirujanos plásticos igualan los rostros. Tampoco era justo tanta diferencia de belleza natural entre los paisajes municipales. Y como sólo se igualan urbanizándolos, se uniformaron costas, valles y montañas con el aspecto de una misma población. La belleza natural, retirada de la Naturaleza inmediata, tuvo que recrearse en los parques de la ciudad.
Pero no hay mayor injusticia, ni mayor separación en el destino de las vidas individuales, que las ocasionadas por la enorme diferencia de talentos. Esta desigualdad sólo podía remediarla el bajo nivel del sistema educativo, la igualación de las rentas profesionales y la distribución de subvenciones. Con las cenizas del nazifascismo, el Estado de los partidos emprendió las reformas reclamadas por la envidia social. La democracia material no podía tolerar que la belleza artística fuera patrimonio exclusivo de unos pocos genios en cada generación.
La producción y el consumo de cultura exigían un tipo igualitario de belleza negativa, que nadie comprendiera y todos pudieran crear y admirar. Bastó trasladar al arte la necesidad de novedades sin contenidos nuevos, o incompletas de significado, que la sociedad de la información requiere para abastecer la insatisfacción. Tamaños colosales reemplazan la anterior grandeza de la obra de arte. Nuevos materiales sólidos pegados a las telas hacen innecesario el oficio de pintor. La abstracción no admite grados que permitan referirla a algo real que la memoria de las emociones pueda recordar. Las artes de la belleza negativa no inquietan ni emocionan. Pero, con la disonancia de lo informe, fundaron el «estilo resignación».
T.