Japón es un país delicado, silencioso. Donde nadie grita, donde todos respetan. Donde los perfumes demasiado intensos están mal vistos por intrusivos, donde las personas con gripe llevan mascarilla para no estornudar sobre el prójimo. Donde, en las calles atestadas, nadie pita. Un país milenario, silente. Donde, sin embargo, la publicidad grita. A voces.
Pasear por Shibuya, donde se encuentra el icónico paso de peatones más transitado del mundo y que ella solo conocía por “Lost in traslation”, es como entrar en “Minority Report”. El exceso, el neón, donde los anunciantes hablan al peatón. En el metro, ocurre lo mismo. Se proyectan vídeos que hablan y carteles atestados, de mil colores, cuelgan del techo de los vagones. Los anuncios parlotean, eso sí, bajito, muy bajito, pero nadie parece prestarles demasiada atención.
Shibuya. Foto: Sònia Valiente
Como buena publicitaria, no podía dejar de asistir atónita al espectáculo con sus ojos redondos abiertos como platos. Penélope Cruz, Michelle Bünchen, George Clooney anunciaban cualquier cosa por doquier. Porque allí, ella, con su gorra mortal comprada en París a precio de sangre de unicornio mil veranos atrás, con sus vaqueros gastados, sus gafas de sol y deportivas era todo un icono. Ella no podía sentirse más fea, liberada como estaba de todas las presiones de su entorno, sin maquillar y yendo a turistear lejos, muy lejos, con todo lo que eso comporta.
Las tokiotas, en cambio, iban impolutas. Con sus tacones, embutidas en trajes chaqueta, pelo trabajado, lentillas de colores y pestañas postizas. Pluscuamperfectas. Todo el día. Todo el tiempo. La presión que soportan estas mujeres es incomparable. Al fin y al cabo, nuestro imaginario colectivo de la belleza sólo nos exige que seamos supermodelos. A ellas, que sean occidentales.