Revista Toros

Belmonte, una estatua de pasión

Por Malagatoro

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Belmonte, una estatua de pasión

Artículo de Carlos Bueno en Avance Taurino

Cincuenta años después de su marcha voluntaria, seguimos fascinados con su historia y continuamos echando de menos personajes tan impactantes, tan conmovedores, tan decisivos y tan influyentes como Juan Belmonte.

Su personaje sigue fascinando. Cincuenta años después de su suicidio, la vida, obra y muerte de Juan Belmonte interesa y atrae como el primer día. Sin duda se trata del torero más enigmático, asombroso, cautivador y mágico de cuantos ha dado la historia del toreo. Una historia de la que fue punto de inflexión. Alguien le recriminó: “¿Cómo puede usted torear, si no puede correr?” Y él replicó: “Yo creí que el que tenía que correr era el toro”.

Con Belmonte se impuso la quietud: “Que se mueva el toro”. Dicen que esa forma de torear se la había visto hacer, o al menos intuir, a Antonio Montes en los tentaderos. Otros aseguran que fue cosa de su inaptitud atlética. Lo cierto es que El Pasmo de Triana fue el primero en mandar sobre las embestidas de los toros. No importaba ya la agilidad de movimientos porque con él la tauromaquia pasó a ser cosa de brazos, cintura y sentimiento, no de piernas y de condición física. “Parar, templar y mandar”, esa fue su máxima. “Se torea como se es, y para torear hay que olvidarse del cuerpo”, afirmó en varias ocasiones.

Nada fue igual después de la irrupción del genial trianero, no sólo dentro de la plaza sino fuera de ella. Recortó la generosa coleta que lucían los toreros y huyó de vestir traje corto campero en la calle como hacía el resto de lidiadores. Fue el más firme impulsor de la Fiesta entendida como espectáculo estético, incluso como ejercicio espiritual. Se rodeó de intelectuales; metió en el toreo a la Generación del 98, y la del 27 le idolatró. Valle Inclán le recriminó que “para ser perfecto sólo le faltaba morir en la plaza”, a lo que Belmonte contestó cabizbajo con un “se hará lo que se pueda don Ramón, se hará lo que se pueda”.

¿Por qué puso fin a su existencia Juan Belmonte? Porque siempre vivió pensando que Joselito le había ganado la partida histórica muriendo en la plaza. Por culpa de un último desamor. Porque, consciente del deterioro que le imponía la edad, se resistía a perder fortaleza. Porque la muerte de su amigo Rafael El Gallo, aquejado de demencia senil, le había marcado tanto que llegó a sentenciar que a él nadie jamás le vería en tal situación. Porque no quería vivir su ocaso después de haberlo sido todo. Sea por lo que fuere, Belmonte decidió morir como vivió, dueño de su destino.

Después de un paseo a caballo por su finca se encerró en una de las salas de la vivienda, se encendió un puro, se sentó frente al retrato que le pintó Zuloaga, sacó una pequeña Luger y apretó el gatillo para dominar su propia muerte. Faltaban seis días para cumplir 70 años. Su leyenda superaba a la novela que construyó Chaves Nogales; Belmonte desbordaba a su propio personaje.

Fue un torero leído y refinado, y también un vividor. Un dandi que no gustaba de madrugar cuando no toreaba; que repasaba la prensa diaria, tomaba baños y elegía un elegante traje antes de entregarse a la tertulia, al paseo, al teatro... Siempre viajó con dos baúles, el que albergaba su ropa de torear y otro repleto de libros, su gran pasión junto a las faenas camperas. Alérgico a jerarquías y protocolos, Belmonte no fue amigo de fiestas sociales ni se prodigó en eventos políticos.

Fue el torero diferente que revolucionó la tauromaquia para siempre. No ha habido ningún otro diestro tan determinante, ninguno que despertara tanto interés. En el ruedo una estatua de pasión, fuera de él la atracción y el enigma más excelsos. Y ahora, cincuenta años después de su marcha voluntaria, seguimos fascinados con su historia y continuamos echando de menos personajes tan impactantes, tan conmovedores, tan decisivos y tan influyentes como Juan Belmonte.


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