Revista Viajes
Debo confesar que no soy una entendida en masajes y que ni siquiera me gustan, pero en muchos países asiáticos el masaje forma parte de su tradición y para entenderlo, qué mejor que probarlo. El primer país donde confié mi cuerpo a estas artes curativas y reconstituyentes fue Bali. Yo llegaba con la inocencia del que no sabe lo que le espera y confiando en que un masaje, según yo lo entendía, era algo relajante; pero cuando empezaron a estirarme de la cabeza como si quisieran separarla del cuerpo así como de cada dedo de la mano y los piés, empecé a preocuparme. Sin embargo, una vez que te encuentras en la camilla ya solo queda la posibilidad de quejarse un poco para que puedan apiadarse de ti. A pesar de esta primera experiencia, quise probar el típico masaje tailandés en Bangkok y busqué un lugar tradicional. Hice caso de la recomendación de un lugareño y acabé con mis huesos sobre la colchoneta tirada en el suelo de un garito donde daban masajes como el que vende fruta, a granel. Unas telas rojas separaban unas colchonetas de otras y allí esperaba yo a mi masajista que pronto me pisó la espalda, me estiró de los brazos, se sentó encima... sentía mi cuerpo con la tensión que se tiene momentos antes de recibir un golpe… a la defensiva. En la ciudad de Cochin, India, también me ofrecieron un masaje Ayurveda y me dije, esta modalidad no la he probado. Y para allá que me fui. Era como un centro médico y, de hecho, el primer paso era una consulta médica con la doctora, que pretendía saber qué problemas tenía o qué quería mejorar. Al no conocer el argot médico en inglés, no llegué a entender lo que pretendían hacerme, y así es como acabé media hora tendida en una camilla sintiendo como un chorrito de aceite me caía por la frente. Aunque nadie me pisaba ni me estiraba del cuerpo de forma brusca, aquello se me hizo verdaderamente largo. Después de tanto tiempo con el aceite cayendo en la frente, entró una mujer a ponerme más aceite por el cuerpo y cuando pensaba que ya había terminado, fue cuando me pidieron que me metiera en una tinaja llena de agua caliente que después cerraron dejándome la cabeza fuera y el cuerpo inmóvil a remojo. Allí me quedé sola en semejante situación, e intuí que aquello iba para largo. En realidad no tengo claro cuanto tiempo estuve allí metida pero me pareció una eternidad. Pensando en la estampa de mi cabeza sobre la tapa de la tinaja como si hubiera sido guillotinada, me daban ganas de reír y llorar a la vez. Salí entumecida de aquel lugar. Debo decir que fue en el Spa del hotel Uma Paro, en Bhutan, donde pude disfrutar de un masaje relajante y fabuloso. Solo me queda reconocer que cuando tanta gente sabe apreciar los beneficios de los masajes asiáticos, el problema lo debemos tener las personas que no permitimos que estos consigan sacar provecho a nuestro cuerpo. A tener en cuenta: Es recomendable buscar sitios cuya profesionalidad este probada ya que los masajes dados por personas no cualificadas pueden ser muy perjudiciales.