Dentro de la filmografía del maestro Luis García Berlanga, La boutique, igualmente titulada Las pirañas (1967), constituye uno de sus films menos valorados y reconocidos, a pesar de que contiene buena parte de las notas características de su cine y a lo largo de su escasa hora y media de metraje abundan los momentos de humor ácido e irreverente, sobre todo respecto a los convencionalismos sociales pequeñoburgueses. Quizá porque se trata de una coproducción con Argentina rodada en exteriores bonaerenses, en un tiempo en que estos intercambios eran mucho menos frecuentes, en España la cinta ha quedado subordinada a otros títulos del director mucho más populares o ligados al imaginario colectivo español, pero se trata de una película estimable cuyo visionado proporciona una aproximación distinta pero igualmente satisfactoria al universo berlanguiano. No puede ser de otra forma siendo responsables de su guión tanto el director como el grandísimo Rafael Azcona.
Buenos Aires. Ricardo (Rodolfo Bebán), un modesto hombre de negocios que es socio de una empresa del sector naval, vive un matrimonio gris y anodino con su joven y bonita esposa Carmen (Sonia Bruno). Por eso emplea la mayor parte de su tiempo libre en las carreras de coches (su coche particular va permanentemente decorado con los logotipos, dorsales y anuncios que luce en las carreras) y con algún que otro affaire a espaldas de su mujer. Carmen se aburre en casa, y en los momentos que pasa junto a Ricardo, éste acusa los esfuerzos desempeñados en todas sus otras actividades y se muestra cansado, hastiado o, directamente, se duerme (magnífica secuencia la del cine, donde Ricardo se dispone a dar una cabezada sobre el hombro de su vecino de butaca, un señor que devora su pastelillo de chocolate y que no es otro que el propio Berlanga). Pero Luisa (Ana María Campoy), la madre de Carmen, que se huele la tostada de lo que pasa, idea un plan para que el matrimonio de su hija salga a flote: le cuenta a Ricardo que Carmen sufre una enfermedad incurable y que le queda poco tiempo de vida, y que, por tanto es su deber como marido “endulzarle” sus últimos meses prestándole atención, mimándola, obedeciendo todos sus caprichos y haciéndola lo más feliz posible. Ricardo deja sus líos y quita tiempo a su trabajo para dárselo a Carmen, que asiste extrañada a la metamorfosis, pero que se aprovecha de ella. Para que cumpla su sueño y viva entretenida sus últimos meses, Ricardo accede a empeñarse hasta las cejas para abrir una ’boutique’ que ella regentará, y ese no es más que el principio de sus problemas: no sólo empiezan a acumularse las deudas, los impagos y las letras protestadas, algunas tan absurdas como la operación a la que Carmen se somete para aumentarse el tamaño del busto, sino que Carmen empieza a flirtear con el decorador que ha supervisado el montaje de la tienda, un tipo culto, educado, sofisticado, con dinero (es decir, todo lo que ha Ricardo le falta). Cuando comprueba que ella empieza a frecuentarlo demasiado, incluso mintiéndole, Ricardo desarrolla una doble actitud: por un lado, la sigue, obsesivo, patológicamente celoso, mientras que por otro pone sus ojos en Piti (Marilina Ross), la joven dependienta de la tienda, a la que se propone seducir. Enterada Carmen del equívoco provocado por su madre, y dispuesta a seguir aprovechándose de él para sujetar a su lado a Ricardo de por vida, a éste no se le ocurre otra solución que idear un crimen infalible, perfecto…
Este planteamiento de comedia negra, repleta de sarcasmos e ironías aunque más convencional, alejada de las cintas corales y los famosos planos-secuencia superpoblados, una de las vertientes más celebradas del cine de Berlanga, sirve al director y a Rafael Azcona para presentar uno de sus temas favoritos, la observación de los rituales matrimoniales de la clase media, especialmente sus vicios y debilidades, aludiendo a la inmadurez de Ricardo (no sólo participa en carreras de coches en circuitos, sino que se monta pistas de Scalextric en casa y pasa horas y horas, a veces incluso de noche, mientras Carmen duerme, jugando a los cochecitos) y también con un retrato no demasiado amable de la mujer, ya sea la viuda Luisa o la joven Carmen, dispuestas permanentemente a hacer de su marido un títere complaciente, la primera por convicción o por aburrimiento y la segunda por conversión y utilitarismo. Estos aspectos son resaltados, sobre todo, en las conversaciones, sin desperdicio, entre Ricardo y su socio (Osvaldo Miranda), que lleva casado muchos más años que él y se las sabe todas. Así mismo, las maniobras de seguimiento de Ricardo a su esposa provocan alguna que otra divertida situación, aunque son los breves apuntes sarcásticos que salpican el metraje los instantes más acertados y disfrutables: por ejemplo, las explicaciones (en lenguaje médico técnico, hábilmente complementado con el empleo de la mímica, gestos en verdad de lo más elocuentes) de qué es lo que Ricardo no debe hacer con su esposa mientras dura la cuarentena por la cicatriz de sus pechos recién operados, o el divertido gag del banco, cuando Ricardo debe aportar todo lo que lleva encima para el pago de una letra, pide prestado dinero al empleado del banco, y, con el fin de identificarlo para devolvérselo, le pregunta por su apellido (una salida de verdad excepcional).
Quizá más irregular y con más altibajos que otras producciones de Berlanga (la película se vio sometida a incontables problemas de producción, como muestran los constantes cambios de título por imposición de Cesáreo González, el productor español, de La víctima a Las pirañas y, finalmente, La boutique, con el desencanto añadido de Berlanga por no poder utilizar el reparto elegido inicialmente, entre el que destacaba José Luis López Vázquez), la película no chirría sin embargo en el conjunto de su filmografía, en este caso escogiendo al matrimonio en su particular diana para el cuestionamiento de las convenciones sociales, con retratos un tanto estereotipados pero efectivos, con un protagonista cuyo desquiciamiento progresivo recuerda al de otros personajes berlanguianos (sin ir más lejos, el verdugo sin vocación que interpretaba Nino Manfredi en la anterior película del director valenciano, cuatro años antes), y con un agudo empleo del humor negro, especialmente en la conclusión de la historia de Ricardo y Carmen, y en el epílogo, cuando ésta parece reintegrarse en la vida social.
Y, efectivamente, no falta en el guión literario la omnipresente referencia de Berlanga al Imperio austro-húngaro. Aunque, como si de un cameo hitchcockiano se tratara, no cabe revelar su ubicación: será el espectador el que debe detectar cuándo y dónde aparece el guiño berlanguiano por antonomasia.