Un olor perfumado y sensual puede desencadenar la batalla; las narices advierten al cerebro, a través del olfato, de que el viaje sin retorno incrementa su velocidad. Y ambas narices se palpan, se rozan, se superponen, luchando a sabiendas de que su fugaz contacto
es un simple cartel indicativo, un aperitivo infinitesimal que culmina un segundo más tarde y dos centímetros más abajo con una húmeda fusión a mil grados en la que labios y lenguas se entrecruzan, aparentando un todo que por momentos quisiera ser eterno.A partir de ese instante el protagonismo nasal se torna de nuevo imprescindible, por ser el único modo, a su través, de mantener viva y presente la respiración que un momento antes parecía ahogarse, creyendo de alguna manera que se iba a desvanecer. Y esas narices respiran, jadean, calentando un aire ya de por sí incendiado de caricias y deseo. Y desean volver a contactar, consiguiéndolo, aplastadas por una amalgama de dos rostros de los que se han caído, rendidas, unas gafas.Cuando ese cortometraje tan largo llega a su fin, queda la nariz como testigo último del maravilloso abordaje, resistiéndose a abandonar el barco, actuando ahora a modo de caricia, de toque final de complicidad. Como si una cara se rebelase, anclada de modo nasal, negándose a perder el contacto con la otra. La cabeza se retira, marcha atrás, tratando de imponer la orden general de “vuelta a la calma”Dos narices enfrentadas, durante el tiempo de un parpadeo. Una simple nariz: la tenemos en medio de los ojos, pero es poco visible a no ser que se busque frente a un espejo. Resulta curioso que uno sea más consciente de su propia existencia durante un beso; un bello acto que se lleva a cabo, sobre todo, con la boca…
Texto: Miguel Ángel Diaz FuentesMás relatos "Con un par de narices", aquí