Ilustración de Nacho Baamonde para este blog.
“No hay amigos sino para los placeres,
combites, juegos, burlas, donayres y vicios.
Pero si se ofrece una necesidad, antes
burlarán de vos y os injuriarán que os sacarán della”.
Cristóbal de Villalón: El Crotalón.
César tenía el pelo más hirsuto de lo habitual. Si alguna cabellera ha merecido alguna vez el calificativo de hirsuto, esa fue la suya aquella tarde. El mentón le azuleaba. Ramón el nietzscheano le había calentado la cabeza contabilizando premios Nobel de raza negra, y los números le cuadraban, ¡vaya si le cuadraban!
—A ver, ¿cuántos Nobel de Literatura negros ha habido? ¿Y de Física?
César respondió con un amago de risa nerviosa e inició un argumento de refutación, pero enseguida se dio cuenta de lo absurdo de su esfuerzo.
—¡Bah!
La manaza de Ramón estalló sobre su espalda escoliótica y le hizo dar un saltito hacia delante. El nietzscheano soltó una carcajada a la que enseguida se sumó Elsa. César volvió a tener aquella sensación tan familiar de quedarse al margen.
Le pasaba siempre que estaba con Elsa y alguno de los nietzscheanos. Uno a uno se los había ido pasando a todos por la piedra, mientras César cumplía el papel de amigo encantador, el tipo sin media hostia que anima las conversaciones como nadie pero que se queda solo cuando llega la hora de pasar a los hechos. Para todos los demás Elsa había tenido su momento, cinco años de carrera dan para mucho. En cinco años, César pasó de querer ser Rimbaud a convencerse de que su destino estaba en alguna conserjería en la que podría devorar tranquilamente lo que le quedaba de la literatura universal, y a la que pensaba acceder por la honrosa vía de una oposición al grupo C del cuerpo general de la administración del Estado. Cinco años en la misma pensión, subiéndose al tren cada dos fines de semana para volver cargado con un petate de libros y ropa sucia al piso con galería, suelo de madera rechinante y habitaciones italianas mal ventiladas donde ya sólo le esperaban su madre, cada día más maniática, cada día más empeñada en hecerle sentirse culpable por tomar el tren de vuelta el domingo a las cinco y cuarto para seguir estudiando aquella carrera con la que nunca iba a llegar a nada.
Venían de comer en el Bande, donde los lunes daban lentejas con arroz y chuletas de cerdo con patatas fritas, postre o café. Trescientas cincueta pesetas. César tenía el pelo hirsuto —ya se ha dicho— y una barba soberana. Se afeitaba por la mañana y por la tarde ya le estaba azuleando el mentón. A veces se afeitaba dos veces en el mismo día. El cuerpo regordete y elástico de Elsa, su pecho agitado por la risa mientras caminaban calle arriba, dejando la alameda a la izquierda, le hizo recordar tantas conversaciones que empezaban por Spinoza o por Cernuda y terminaban en comentarios chuscos sobre cualquier programa estúpido de la tele, hasta que se convencía de que la estaba aburriendo e inventaba una disculpa para desaparecer. Recordó aquella tarde gloriosa que se acercó a su piso a reparar un pinchazo de la bicicleta con la que ella iba al campus los días que no llovía y Elsa le hizo una tortilla y él se la comió y ya no supo cuál debía ser el siguiente paso, y se despidió intimidado por el intenso color rojo de sus labios. Se volvió a la pensión cerca de la medianoche, caminando bajo una lluvia torrencial, odiando su barriga prominente y los alambres torcidos que eran sus piernas, pensando que, si estaba escrito que alguna vez había de tener una oportunidad con ella, esa oportunidad acababa de pasar por debajo de sus narices en forma de una tortilla francesa de dos huevos un poco pasada de sal. Cuando se lo contó a Ramón, la resupesta fue una risa impostada y el consabido manotazo en la espalda. César se revolvió para devolver el golpe a aquel cuerpo de uno noventa y pico, pero algo —quizá el sentido común— le detuvo y sólo dijo ¡bah!, y acabó riéndose él también, con unos espasmos entrecortados que más parecían rebuznos. Se pasó el resto de la tarde andando por la habitación arriba y abajo, sin parar un momento, despotricando contra el neoliberalismo, el culto al cuerpo y el fútbol televisado. Mientras, el mentón iba tomando una tonalidad azulada y Ramón roncaba sobre el cobertor de la cama.
En el Atalaya se contaron las novedades del fin de semana y fue cuando Ramón dijo que le habían echado de El Pollo Dorado.
—El cabrón se acordaba de que me había ido sin pagar, y no quiso servirme.
—Normal, ¿qué esperabas? —protestó Elsa.
—¡Joder! Me fui sin pagar, sí, pero eso fue cuando estábamos en primero.
—El tipo tiene buena memoria para las caras. Dicen que en tiempos de Franco fue confidente de la Político-Social.
César dijo que se iba un momento a la librería de enfrente y volvió al poco rato con el segundo volumen del Amadís de Gaula en la edición de Letras Hispánicas de Cátedra.
—¿Vas a empezar a leerlo por la mitad? —se burló Elsa.
La musa de los nietzscheanos presumía de no haber pagado por un libro desde que estaba en la universidad. Entraba en las librerías y los sacaba escondidos en el forro del abrigo o debajo del jersey cuando llegaba mayo y la ropa sobraba. Una vez la pillaron, pero ella lo negó todo con escándalo y el librero no se atrevíó a hacer la imprescindible inspección en las cálidas entretelas de la moza en busca del cuerpo del delito. Acabó teniendo que admitir que estaba demasiado vista, así que el último año en vez de llevárselos, los leía allí mismo, entre las estanterías. Anotaba la página en la que se había quedado y volvía al día siguiente a continuar la lectura.
—Es la primera vez —admitió César con un hilo de voz.
—Nunca es tarde si la dicha es buena, pero hay que mejorar esa técnica. La regla es no ponerse nervioso y, sobre todo, no equivocarse de volumen ―dijo Ramón, y César se preparó para recibir un espaldarazo que, afortunadamente, esta vez no llegó. Al poco rato, su pierna derecha comenzó a agitarse debajo de la mesa. El ritmo binario que la suela del zapato marcaba sobre las baldosas se aceleraba y el mentón comenzó a tornarse de un azul intenso. Ramón dirigió a Elsa una mirada que acompañó con un ligero movimiento de la cabeza en dirección a su amigo.
—Puedes hacerlo —le animó ella.
Cosa de un cuarto de hora más tarde, César estaba de vuela. Cada pelo de su cabello parecía querer dispararse hacia el cielorraso de la cafetería, las manos le temblaban cuando las sacó de los bolsillos del chaquetón. Elsa encendió un ducados y se lo puso en los labios. El mentón había pasado de la tonalidad azul marino al gris marengo, definitivamente necesitaba un afeitado de media tarde. Ramón le cacheó hasta que encontró el bulto. Al poner el libro sobre la mesa, el niestzscheano balanceó la silla sobre las patas traseras y esperó a que se vencerse hacia delante para dejar caer los pesados brazos sobre la mesa y empezar a golpearla con el puño, mientras ocultaba el rostro y la risa que agitaba su cuerpo de gigante estremecía el local. Todos los clientes les miraban. César permaneció inmóvil, escuchando las carcajadas de sus dos amigos, la mirada fija entre las tazas de café vacías. Cuando el abrazo de Elsa sacudió su cuerpo laxo, la ceniza del ducados cayó sobre la tapa negra y brillante de El Crotalón en la edición de Letras Hispánicas de Cátedra.
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Sobre la ilustración de esta entrada
Toques oníricos en verde, atrezzo estudiantil, una auténtica trenca, la chica en bicicleta y esa barba… Nacho me advierte de que la ilustración ha sido concebida con nocturnidad y alevosía. Le creo. Lo de la nocturnidad y también lo de la alevosía, en lo que ésta tiene de cautela y método para alcanzar con excelencia el resultado que se persigue. Nacho siempre trabaja así, lo cual nunca deja de admirarme. En su dibujo está el ambiente de una vieja ciudad universitaria, el recuerdo tierno y bienhumorado de unos tiempos que no tememos recordar, porque arrojaron sobre nosotros materiales que nos constituyeron, cosas que fuimos y que —así hay que pensarlo— seguimos siendo. Como esa luna que vierte su luz incierta sobre las calles de piedra. Como ese cartel que anuncia un local en el que no, nunca volveremos a entrar. No porque se nos niegue el acceso sino porque, como decía el filósofo, uno no puede sumergirse dos veces en el mismo bar. ¿Era bar?… Es igual. Gracias, Nacho.