El catalán Carles Bosch ha realizado un documental sobre Pasqual Maragall y su lucha contra el Alzheimer. La película abarca un periodo de dos años, desde que se le diagnosticó la enfermedad y decidió hacerlo público en octubre de 2010, hasta que comenzó un tratamiento experimental hace un año. Durante las casi dos horas que dura “Bicicleta, cuchara, manzana”, vemos a personas que le quieren y apoyan –fundamentalmente su mujer y sus tres hijos–, con testimonios muy sentidos que nos hacen próxima la figura del protagonista. Acierta el director a no ceder la palabra ni la imagen a políticos de ningún partido, que hubieran restado autenticidad a lo mostrado, e incluso el manifiesto e incondicional apoyo de Maragall a Obama en las elecciones –única rendija por la que se ve su pensamiento ideológico– respira sinceridad y espontaneidad. Lo que interesa es su humanidad, y ahí se hace grande este luchador y también quienes les rodean.
Hay escenas emotivas y alguna sobrecogedora, como cuando Maragall dice que se saca fotos a sí mismo ante el espejo cuando se levanta por la mañana y se afeita, preguntándose ¿quién es ese?. Nada suena a impostado, para empezar porque la propia enfermedad invita a la desinhibición y, al parecer, porque él es así. Resulta también admirable su buen humor y el garbo con que afronta las nuevas limitaciones físicas o de convivencia, y su fortaleza y generosidad para implicarse en la Fundación creada con su nombre para promover la investigación del Alzheimer. Y la fortaleza y paciencia de su mujer Diana –nos duele como a ella, cuando nos dice que ya ha notado que a veces “le mira como sin quererla”–, y de esos hijos que tienen que hacer de malos una y otra vez para proteger a su padre de actuaciones inevitables… Sin duda, Maragall tiene suerte de tener esa familia.
Sin embargo, me ha sorprendido que durante esos dos años de rodaje y durante los 110 minutos de metraje no haya ninguna alusión a la vida después de la muerte, que nadie se plantee la existencia de Dios o la posibilidad seguir viviendo de alguna manera con esos seres tan queridos… Porque no es posible que una persona enfrentada a la muerte no se haga esas preguntas, aunque sea para negar a Dios o consolarse con unas inquietudes informes que se queden en meros anhelos, o para señalar que no se cree en lo que la Iglesia enseña y le enseñaron de niño… El problema es que el mutismo sobre cualquier tipo de trascendencia es total y absoluto, y eso suena a una voluntad explícita y manifiesta… del director, al menos. Y entonces, la puesta en escena pierde frescura y credibilidad… aunque eso no suponga poner en duda la gran personalidad de Maragall y del resto de personas que aparecen, por supuesto. Simplemente, que algo huele a podrido en este mundo laicista empeñado en colocar lo trascendente en fuera de campo o en sordina.
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En las imágenes: Fotogramas de “Bicicleta, cuchara, manzana” – Copyright © 2010 Cromosoma. Todos los derechos reservados.