Hay cuatro excelentes razones para acercarse a esta maravillosa película dirigida por Bob Rafelson: a) es el primer papel protagonista de Jack Nicholson; b) constituye una de las fundamentales cartas de presentación del llamado Nuevo Hollywood (está producida por Bert Schneider y su compañía, Raybert, una de las más importantes en el descubrimiento y la financiación de nuevos talentos en aquellos años), aquel movimiento “revolucionario” que presidió el cine americano entre 1967 y 1980 y que a punto estuvo de dejarnos en herencia un cine maduro, inteligente, comprometido, responsable, ambicioso en lo argumental, lo intelectual y lo sentimental, y grandioso y magistral en cuanto a lo estético, es decir, justamente lo contrario del Hollywood generalista de hoy; c) la interpretación de Karen Black, una camarera frívola y despreocupada que ve pasar los últimos días de su juventud y empieza a darse cuenta de que su vida está vacía, que está tremendamente sola; y d) la secuencia en la que Jack Nicholson se “pelea” con una camarera de un bar de carretera para conseguir que le sirva una simple tostada como acompañamiento a la tortilla que le apetece tomar. Por si fuera poco, puede añadirse la espléndida fotografía de Laszlo Kovacs y la inteligencia en el uso de la música, o mejor dicho, de la no-música, puesto que su aparición en la banda sonora se reduce a clásicos de Bach, Chopin y Mozart, siempre de forma fragmentada o interrumpida.
Nicholson, encauzado definitivamente hacia la interpretación tras el éxito de su aparición en Buscando mi destino (Easy rider, Dennis Hopper, 1969) y sus primeros coqueteos con las películas de terror de Roger Corman y los westerns de serie B de finales de los sesenta, así como con la escritura de guiones y la producción de títulos menores, abre su filmografía como primer actor con un personaje que ya avanza las características fundamentales de sus más celebradas interpretaciones, el antihéroe carismático que alterna cierto histrionismo absurdo, a menudo con inclinaciones violentas, si no direcamente dementes, y al mismo tiempo una rara y extrema sensibilidad que le conduce a la melancolía y la depresión: Robert Dupea trabaja como operario en una refinería de petróleo. Sus coordenadas vitales transitan entre su trabajo y las noches en casa junto a Rayette (maravillosa Karen Black), su novia camarera, una chica triste y con pájaros en la cabeza que lo ama con locura pero a la que él considera como otro objeto decorativo de su vida. Quizás una noche en la bolera y algunas copas junto a Elton (Billy ‘Green’ Bush), su compañero de trabajo y amigo (junto al que no deja pasar ninguna oportunidad de echar una cana al aire con chicas que conoce en los bares o directamente con prostitutas), son sus únicos momentos de respiro. Rayette es muy buena chica, pero a Robert le irrita que sea tan profundamente convencional, previsible y pavisosa. Sin rumbo, vive caprichosamente al momento, dando tumbos, al día y sin pensar en más allá. Al menos hasta que un día se harta de Rayette, de su trabajo, de Elton, de su vida circunscrita a rutinas, y decide echar la vista atrás. Así sabemos que Robert fue un niño prodigio del piano, y que hace tres años que no pasa por la casa familiar ni sabe nada de su padre o sus hermanos. Sin embargo, después de ir a ver a su hermana y enterarse de que su padre está muy enfermo, decide viajar al norte, casi hasta la frontera de Canadá, para reencontrarse con él y “ver cómo van las cosas”.
Ese ensimismamiento de Robert en su propio pasado y en su conflictiva relación con el presente es donde se concentra la narración de Rafelson, un tanto caprichosa, tortuosa, vacilante y anárquica, igual que el personaje, un puzle a través del que Rafelson, coautor del argumento del filme, refleja entre otras cosas esa desorientación tan propia del ciudadano medio americano de la era Vietnam. El contrapunto es Rayette, absolutamente conmovedora, emocionante en su desamparo, en su muda lucha, a todas luces inútil, destinada al fracaso, por conservar a Robert y fundar una familia convencional y feliz. En cambio, Robert se siente de inmediato atraído por su cuñada (Susan Anspach), también pianista (toda la familia de Robert son músicos; su hermano ha cambiado el violín por el piano después de un accidente que le ha ocasionado una lesión en el cuello), y eso no hace más que acentuar su temperamento descentrado y sus dudas en cuanto a qué camino tomar. Construida como película de personajes, en la que los tiempos muertos y esos aparentes caprichos narrativos, en la mejor tradición de que las películas más complejas (que no las confusas) son aquellas que en la superficie parecen más simples, no son más que secuencias diseñadas para que los veamos crecer y evolucionar, para que nos muestren las distintas caras del poliedro que encarnan, la cinta no carece, por otro lado, de tomas de mérito, como la violenta secuencia de sexo en la casa familiar, el momento en el atasco en que Robert se sube a la caja de un camión a tocar el piano, o la multitud de bellísimas y sugerentes imágenes, no pocas de ellas con una importante carga simbólica, que saludan a los personajes durante su viaje por carretera (los pueblos desolados, los moteles destartalados, los amaneceres y los crepúsculos…), el cruce en ferry de lagos y ríos, o el encuentro de Robert y su cuñada en coche, cada uno en el suyo y en direcciones opuestas. Pero, sobre todo, el sorprendente y emotivo broche final en la estación de servicio, en el que Robert y Rayette quedan de una vez por todas retratados para el futuro.
Mi vida es mi vida, una road movie de apenas 96 minutos nominada a cuatro premios Oscar todavía cuando el Oscar significaba algo relacionado con la calidad (mejor película, guión, actor principal para Nicholson y actriz secundaria para Black), anuncia uno de los periodos más innovadores y fructíferos del cine americano, tanto en temas como en estilos, y, por encima de todo, consagra a la que ha sido una de sus más representativas figuras en las últimas cuatro décadas, ese portento de excesos vitales e interpretativos que es Jack Nicholson.