Cuentan los relatos bíblicos que Jonás fue castigado por Yahveh por negarse a predicar al pueblo de Nínive. Jonás, intentando huir de la presencia de su Dios, se embarca rumbo a Tarsis, pero una tempestad lo arroja al mar y es tragado por una ballena. El profeta pasa tres días y tres noches dentro del animal hasta que es expelido, de nuevo, a la superficie. ¿Qué encontraría Jonás dentro de la ballena? ¿Qué haría? ¿Cómo se sentiría en un habitáculo orgánico? Cuesta imaginar, pero la verdad es que estamos muy cerca de experimentar esas mismas sensaciones.
Estamos empezando a diseñar con genes y eso significa la creación –en su versión más divina- de nuevos espacios, productos o realidades. Pronto sustituiremos nuestros instrumentos actuales (cartabones, autocads, maderas o aceros) por otro tipo de materiales y herramientas (probetas, pipetas, material genético) que pondremos al servicio de nuestra creatividad. Y, sin ninguna duda, el uso de la ingeniería genética conlleva un cierto riesgo ético que debería ser debatido y valorado.
De hecho, manejar lo natural para nuestro goce y disfrute es tan viejo como lo es la agricultura. Aunque, de un tiempo a esta parte, se ha acelerado la modificación de los recursos naturales debido a la aparición de los avances científicos. Estos recursos están siendo genéticamente seleccionados para mejorar la producción, la conservación o la calidad de productos alimentarios y de salud, fundamentalmente. A nivel medicinal, por ejemplo, los trasplantes de tejidos (cardiovasculares, epidérmicos, osteoarticulares o de córnea) están a la orden del día. En los últimos años, la NASA o la Universidad de Eindhoven están desarrollando tejido muscular de cerdo en el laboratorio que puede llegar a competir en el supermercado con las chuletas de cerdo convencionales para el año 2014. Seguramente en un futuro, como apunta la doctora en ingeniería agrónoma Silvia Burés, “es posible que sustituyamos el cultivo de tomates por el cultivo de células de tomate con la textura especial de la salsa que utilizamos para nuestros platos.”
No hace falta hablar de la controversia generada por los alimentos modificados genéticamente. El profundo debate abierto al respecto es bueno y necesario, porque existen argumentos igualmente válidos tanto para posicionarse a favor como en contra. Al final, de todos modos, no hay blanco ni negro, sino que hay que encontrar, entre todos los agentes implicados, la diferente escala de grises.
Todo llega, y ese jugar al Lego con los genes se viene traduciendo a la arquitectura y el diseño. Antes de esto, de hecho, ya variamos el comportamiento de plantas, animales o ecosistemas para el beneficio humano: presas artificiales que alteran el paisaje y nos dan de beber, vegetación de ribera que actúa como depuradora de nuestras aguas contaminadas o tejados verdes que nos protegen del frío y del calor. De manera más experimental, Joshua Klein enseña a cuervos a buscar monedas perdidas en la calle o Mathieu Lehanneur diseña objetos que interactúan a nivel homeostático con nuestro cuerpo para mejorar nuestro bienestar.
Haciendo un zoom creativo llegamos al goloso juguete del ADN. A nivel urbanístico, encontramos aventuras como las del tándem formado por Tuur Van Balen (diseñador) y James Chappell (biólogo), que han creado una bacteria que modifica el metabolismo de las palomas y las hace defecar jabón, diseñando una máquina viva limpiadora de calles. O los árboles fluorescentes de Alberto T. Estévez, a los que se les ha integrado una secuencia genética de algas con esta propiedad, lo que permite tener árboles en la ciudad que emiten luz. Estévez y su grupo de investigación en Arquitecturas Genéticas hablan de la creación de viviendas como si fueran seres vivos, lo mismo que Jonás y su ballena. Suelos donde crece pelo natural o paredes de piel, capaces de calentar una estancia a través de sus venas.
Camas de tejido pulmonar capaces de respirar, sofás termorreguladores, automóviles óseos autorreparables,… nuestra imaginación no tiene límites y, próximamente, la técnica será capaz de convertir estos sueños en algo real. Pero, ¿estamos preparados? ¿Es moralmente practicable? ¿Podemos permitirnos modificar la naturaleza a nuestro antojo? ¿A nivel medicinal y de alimentación sí, y a otros niveles no? ¿Hay diferencias entre modificar comportamientos o ecologías –como ya veníamos desarrollando- y hacer cambios genéticos en los seres vivos para nuestro beneficio?
Como siempre, son nuevas técnicas y materiales que en función de quién y de cómo se usen, prevalecerán los beneficios sobre las desventajas, o viceversa. La cuerda que separa lo revolucionario de lo funesto es tan fina que corremos el riesgo de caernos. Pensemos antes de actuar. No es juego de niños.
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