Revista Cultura y Ocio
Hoy visitamos Birmingham: Ángeles participa en un congreso médico y yo la escolto. La experiencia empieza propiamente en el tren, un Virgin. Esto de viajar en un tren virgen se me hace raro, sobre todo teniendo en cuenta que el ferrocarril es un tubo y su movimiento es siempre de penetración (y cuando pasa por un túnel, no veas). En Inglaterra el servicio ferroviario está privatizado, de modo que distintas compañías gestionan las diversas líneas. A Ángeles le han proporcionado un billete de primera clase. Cuando hemos ido a comprar otro para mí, hemos comprobado que el precio era astronómico: doscientas libras y pico. Para un trayecto de apenas dos horas de ida y otra tantas de vuelta, nos ha parecido excesivo. No nos ha quedado más remedio, pues, que comprar un billete de segunda clase y viajar separados. Por si fuera poca metáfora de nuestra relación, a ella le ha tocado el furgón delantero y a mí el de cola. Y, como el tren tenía la largura del Transiberiano, en la caminata que he debido darme para llegar al último vagón, he tenido tiempo suficiente para ponderar, no sin melancolía, los caprichos de la fortuna y las injusticias de la existencia. (Aunque algo ha mitigado mis pesarosas cogitaciones el acceso que el billete de primera de Ángeles nos ha dado a la sala VIP de Virgin: allí los asientos son cómodos, los baños están limpios y, sobre todo, uno puede inflarse a tes y pasteles; yo no he dejado pasar la oportunidad, para consternación de mi endocrino). Las dos horas de viaje pasan rápido, a pesar de que el aire acondicionado no funciona bien en el vagón que me ha tocado (otro perjuicio que hemos de soportar los impecunes: seguro que en primera estas cosas no pasan), y una empleada nos informa personalmente de que podemos cambiarnos de vagón, si el calor nos resulta excesivo, siempre que sea de segunda. Un bobby, con gorra, porra y un chaleco reflectante amarillo, recorre el tren durante todo el trayecto. Charla con un grupo de ejecutivos (cuya empresa debe de ser bastante pobretona, porque viajan conmigo) y nos da tranquilidad. Me sorprende que Virgin no emplee a vigilantes privados, sino que consiga que la policía destine a sus preciados efectivos a patrullar los trenes de la compañía: nunca los he visto en los de otras empresas. Tras instalarnos en el hotel, salimos a conocer la ciudad, y la primera impresión que recibimos es la de un lugar dinámico, industrial y desordenado. Birmingham es la segunda ciudad del país —tiene más de un millón de habitantes— y no goza de una reputación de ciudad atractiva. Es hasta un tópico decir que es fea. Pero la experiencia nos ha enseñado que las ciudades supuestamente feas pueden ser también lugares interesantes (como las personas). Llegamos enseguida a la plaza Victoria, con la correspondiente estatua de la reina Victoria. (En otra veremos la también ubicua de Horacio Nelson: los héroes de este país son omnipresentes). El city council se alza, imponente, tras ella, y a un lado observamos el town hall, un edificio georgiano de hechuras griegas, tanto que parece una réplica a escala del Partenón. El primer paseo por el centro nos revela la efervescencia de la actividad callejera: entremezclados con los graznidos de las gaviotas, oímos los gritos de un negro que alaba a Jesucristo y nos conmina a ingresar en su reino y, a pocos metros de él, los de un grupo de árabes, con uniforme mahometano, que proclaman que el terrorismo no tiene nada que ver con el Islam (no, claro que no: por eso el asesino que disparó contra los periodistas del Charlie Hebdo salió de la escena del crimen gritando: "¡Alá es grande!") y aclarándonos que Islam significa "sumisión a la voluntad del único dios verdadero, Alá". Que estos predicadores de una religión surgida en las arenas del desierto hace casi un milenio y medio no adviertan contradicciones en estos postulados —el Islam es una religión de paz y para el Islam solo hay un dios verdadero, el suyo—, como que, si alguien se somete, es que otro lo domina, es decir, ejerce algún tipo de violencia sobre él, o ni siquiera la posibilidad de que el uno conduzca a la negación del otro, porque el que se cree en posesión de la verdad tiende a imponérsela —a garrotazos, si es preciso—, a quienes no tienen la fortuna de compartirla, me admira y, a la vez, me espanta. El inacabable conflicto religioso —que se plasma aquí, de momento, y por fortuna, solo a voces— continúa con la presencia de otro cristiano, esta vez blanco, que se pasea por delante del tenderete de los enchilabados, con la evidente intención de fastidiar, y reparte propaganda de su secta. A la vuelta de una esquina descubro, en todo este pandemonio de religiones, la única que me gusta, True Religion, "la verdadera religión", una tienda de pantalones vaqueros. No tardamos en llegar al Bull Ring, el gigantesco centro comercial que constituye una de las atracciones turísticas de Birmingham. Bull Ring significa "plaza de toros", pero no porque aquí se hayan lidiado nunca reses bravas, sino porque a finales del siglo XII se estableció en este lugar un mercado de ganado, que fue fundamental para el desarrollo económico de la región, y que ha dejado rastro hasta en los símbolos de la ciudad, como esa cabeza de toro, con un anillo en el hocico —también eso es un bull ring—, que luce en el centro de su bandera. Pero en las ciudades inglesas, con pocas excepciones, todo está siempre muy mezclado. En el centro del Bull Ring encontramos el edificio de los grandes almacenes Selfridges, que parece estar construido con tachuelas, y la iglesia de Saint Martin-in-the-Bull-Ring, un hermoso oratorio anglicano, construido en 1873 donde, ya en 1263, se alzaba un templo medieval. El mayor interés artístico de la iglesia actual, además de su airosa planta, es la hermosa ventana diseñada por Edward Burne-Jones —del que veré muchas más en la catedral de Birmingham—, erigida por William Morris en 1875. Esta ventana tiene una historia curiosa y casi milagrosa: la retiraron el 10 de abril de 1941, para que no la dañaran los bombardeos del Blitz, y esa misma noche una bomba alemana, que cayó al lado de la iglesia, destruyó todas las demás ventanas del templo. A veces, lo maravilloso ocurre, aunque, para que suceda, suele haber que pensar mucho y trabajar todavía más. En un rincón de la calle observo también una placa en memoria de John Freeth, poeta de Birmingham y dueño de una coffee house, en el s. XVIII, donde se reunía la pujante y liberal burguesía de la ciudad, y volaban baladas y libelos. Conforme nuestro paseo se amplía, confirmamos el desbarajuste ciudadano, la falta casi total de ordenación urbanística, a lo que se suman las muchísimas obras en curso: no hay apenas calles que las zanjas no conviertan en una pista americana. La multiplicidad de estilos arquitectónicos y decorativos también contribuye a la confusión: como sucede con el Bull Ring y Saint Martin, encontramos otros puntos en los que se juntan, por ejemplo, el posmodernismo de la biblioteca municipal, de estilo high-tech, y la gravedad elegíaca y apastelada del memorial a los muertos en la Primera Guerra Mundial. La sensación es de caos, aunque el caos no ha desbaratado la cortesía: la gente nos contesta con amabilidad cuando preguntamos por direcciones, y hasta se ofrece a dárnoslas sin haberles preguntado; con un acento muy duro, eso sí, que no nos es fácil desentrañar.